Una despedida emocionante
Agobiados por un país y un mundo revueltos, tendemos a ignorar las muchísimas cosas buenas, esperanzadoras y hermosas que nos rodean
Cuesta militar en el optimismo. Y si eres español se vuelve una proeza. Este jueves, uno de los más sañudos enemigos de España, que impulsó un golpe de Estado y que lleva siete años fugado en Bruselas intrigando contra nosotros, llegará a España en plan chulesco, profético y retador. El Gobierno está desaparecido y callado. No le merece comentario, pues nuestro país está institucionalmente destrozado y el presidente es rehén de ese prófugo. El Ministerio del Interior permanece cerrado por vacaciones (salvo para defender a Bego si procede). No ha dicho palabra a los ciudadanos españoles sobre el dispositivo de seguridad y los planes policiales ante la llegada del fugitivo golpista.
Pero la vida sigue y tiene también sus oasis, sus botellas medio llenas, sus «inconstantes momentos de belleza», como decía el protagonista de aquella evocadora película de Sorrentino, ambientada en una Roma entre sagrada y decadente, como siempre ha sido la Ciudad Eterna.
Como cada vez más europeos, considero que el problema de la inmigración está descontrolado, que los Estados deben proteger sus fronteras, que no se debería abrir la puerta a todo el que aparece por aquí sin permiso de trabajo. Hay que regularlo.
También comparto la opinión de que existen problemas de integración que hay que encarar, sobre todo con los musulmanes, pues tienden a marcar una barrera. Y desafíos para la seguridad (por ejemplo, el porcentaje de extranjeros que matan a mujeres en España es elevadísimo respecto a la población que suponen). Pero también aquí existe la botella medio llena.
Ayer a las ocho y cuarto de la mañana, caminando hacia el periódico, vi a una anciana en una perpendicular de la calle Fuencarral de Madrid, que iba hacia su portal cargada con dos bolsones que portaba a duras penas. Yo no tuve el elemental reflejo cívico de echarle una mano. En cambio, apareció un treintañero chino, ataviado con un polo de colores y de una gran afabilidad, que con un español resbaladizo le dijo: «¿Puedo aiudar, señola?» (y no es una parodia, lo dijo así). Con la aprobación de la mujer, le llevó las dos bolsas hasta su puerta.
La inmigración es como todo, se escribe en gama de grises, las cosas no son en estricto blanco y negro. Llegan algunos cafres. Y llega también un montón de gente estupenda, que quiere trabajar y buscarse una vida mejor, como cuando nosotros hacíamos las Américas y las Europas.
Supone también un lugar común pensar que tenemos la peor generación de jóvenes de la historia (algo que ya se decía de la nuestra cuando yo era chaval; y antes, de la anterior). Se comenta que tienen menos ganas de trabajar que sus ancestros y menos valores.
Lo primero lo comparto. No poseen aquellas ganas de ir a más, aquel hambre de prosperar que distinguían a nuestros padres y abuelos. Atiende a que han nacido en hogares más acomodados (compárese, por ejemplo, a qué edad se disfrutaba antaño del primer viaje en avión y a cuál lo hacen ahora). En cuanto a lo segundo, lo de que ya no hay valores… me suscita mis dudas. En el siglo XX, generaciones que supuestamente tenían más valores que las actuales llevaron a cabo las mayores escabechinas que ha conocido la humanidad, la Primera y la Segunda Guerra Mundial.
Después del gesto del chino pude ver al final de la mañana otro destello de luz. Fue en el periódico, donde hubo un aperitivo de despedida a un compañero de 24 años que se va, un virguero de la edición de vídeo. Una pena perder a un profesional de su calidad y cumplimiento. Es un chaval que siempre lleva una sonrisa en la cara, un tímido con mucho mundo interior, algo que no se le supondría desde los prejuicios de un primer vistazo, ante su ropa de marca pijilla y su relajado desenfado.
¿Y a dónde se va? Pues se marcha al seminario para hacerse cura. Ha sentido muy en serio que Dios lo quería ahí. Supuso un honor ver el cariño y la admiración de todos sus compañeros hacia él y su decisión. Los aplausos que se le tributaron, sin pompa alguna, resultaban tan emocionantes...
Hay crisis de vocaciones. Los seminarios se han ido despoblando. La sociedad es más hedonista. Las prisas y la distracción digital nos devoran… Pero el catolicismo sigue ahí (cada fin de semana hay más españoles en misa que en los estadios de Primera). Y hay chavales comprometidos, sanos como manzanas e ilusionados, que seguirán propagando aquello que más importa, lo único que tendrá un valor cuando saldemos la última cuenta y todo lo que ahora nos desvela sea «polvo en el viento», como avisaba el poético Libro del Eclesiastés.
El mundo cambiará. Está mutando, una vez más. Vendrán inteligencias artificiales supliéndonos en parte, y avances técnicos y científicos increíbles. Se curarán enfermedades hoy fatales, viviremos más y mejor… También se vislumbran amenazas espeluznantes: la guerra cibernética, la autoconciencia de las máquinas, la edición genética, que acabará con la bendita lotería de la cuna y dará prima a los más pudientes, con una progenie retocada por el dinero en el laboratorio…
Pero lo que nunca cambiará es la vigencia del Sermón de la Montaña. E imagino que es ese mensaje, esa imborrable y maravillosa apelación al perdón incondicional, el amor, la humildad y la verdad, lo que habrá tocado el corazón de nuestro amigo Jorge, que se ha ido como llegó, con su cara amistosa de barba castaña de tres días y su saber estar discreto. Pero dejando en su adiós un regalo insuperable: «Rezaré por vosotros».
De lo de Puchi, pues ya hablaremos…