Adiós, libertad
El reciente autoritarismo totalizante lo simboliza en Europa una alemana (ay). Pero fuera de sus dominios se ha triturado la libertad de expresión hasta en el Reino Unido, nada menos. Me gustaba pensar que uno era dueño de su vida
Me gusta pensar que uno es dueño de su vida. Es fácil si te contemplas como centro de la realidad, no como un sustituible ser social que paga impuestos, cumple con la ley y se desenvuelve en público según patrones de conducta previsibles, ya sea por asimilación de los valores reinantes, ya sea porque no hacerlo sale demasiado caro. En esta privilegiada parte del mundo hemos asumido estas restricciones con comodidad, por lo general. Es lo suyo al crecer en una época y en una civilización donde se reconocían y protegían las libertades individuales, propiciando aquella sensación de dominio sobre la propia vida. O, al menos, siguiendo al gran Viktor Frankl, la capacidad de decidir que uno va a mantener hasta el final su dignidad irreductible. Esa época y esa civilización se acaban.
Todas las virtudes de lo que Hobbes llamó sociedad parecían alcanzadas. Es más, su consecución era la más depurada en toda la historia de las civilizaciones, articulándose en democracias liberales donde la esfera privada era sagrada. Y donde se tenían por principios fundacionales la libertad de expresión, la igualdad ante la ley, la presunción de inocencia, la atribución de la carga de la prueba a quien acusaba… Para mantener estos logros bastaba un Estado pequeño, un Estado policía, que es lo contrario a un Estado policial.
Podíamos en justicia concebirnos como herederos de aquellos hombres que, en un origen mítico, renunciaron a una parte del repertorio de actos posibles para abandonar el estado de naturaleza, cuya descripción constituye la perla más valiosa del Leviatán: cuando los hombres vivían «sin orden ni seguridad», «en un miedo continuo y bajo el peligro de una muerte violenta», cuando su vida era «solitaria, pobre, repugnante, brutal y corta». La precipitada decadencia de nuestra civilización no tiene el rostro de un nuevo estado de naturaleza; por el contrario, llega en forma de paulatina renuncia a todos los actos posibles de libre albedrío. Una especie de totalitarismo voluntario, pues parece ser deseado por la mayoría. No es así, pero así lo establecen la cultura hegemónica y la mayoría política en Europa.
En el origen de esta nueva servidumbre voluntaria –que, vistas las libertades, los derechos y la prosperidad a los que estamos renunciando, habrían asustado a La Boétie– está el crecimiento monstruoso del Estado en las democracias liberales, su intromisión neopuritana en todos los ámbitos de la vida, con especial fijación en la esfera privada. Es un neopuritanismo peculiar: por un lado, vuelve una censura que prohibiría el anuncio de Fa; por otro lado, trabajan ya en el «aborto posparto». (No me lo invento; búsquenlo). Satanizan lo masculino mientras borran a la mujer al hacerla indefinible y al establecer la autodeterminación de género como acto declarativo que genera obligaciones para terceros. El reciente autoritarismo totalizante lo simboliza en Europa una alemana (ay). Pero fuera de sus dominios se ha triturado la libertad de expresión hasta en el Reino Unido, nada menos. Me gustaba pensar que uno era dueño de su vida.