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Enrique García-Máiquez

Vientos de fronda

A poco orgullo español que nos quede en las venas la situación va a terminar pasando de la indignación a la ignición. Los disturbios de Reino Unido son un aviso en la barba del vecino

La tocata y fuga de Carles Puigdemont tiene todavía más trascendencia de la mucha que le estamos dando. Se habla del ridículo del Gobierno, de connivencia con el delincuente y de traición encubierta. Es grave, de acuerdo; pero más grave es su contribución estelar a una ya percepción generalizada: la de la doble vara de medir.

Pongan ustedes el oído en las conversaciones, miren las bromas en las redes sociales y escuchen su malestar de fondo. Se extiende como un rumor de fronda la percepción de que la ley no se aplica por igual a unos y a otros. Los seis años de cárcel para el anciano que mató al ladrón que había entrado en su casa con una motosierra se hacen muy cuesta arriba cuando se comparan con las amnistías a los golpistas que malversaron millones, pusieron en riesgo a tantos agentes y causaron una inmensa fractura social en Cataluña. La ceguera de Hacienda a los manejos del hermano de Sánchez, ¿cómo se explica? Que Illa ponga las banderas y las quite a su conveniencia, pasando de la ley y de la dignidad, contrasta con que la Guardia Civil multe a un caballero por ir sin la ITV en su lanchita de pesca. Los ejemplos crecen exponencialmente ante nuestras narices: sobre nuestros hombros.

Don Álvaro d’Ors explicaba que toda la teoría política está concentrada en una aparente distorsión evangélica. El centurión que pide a Cristo que cure a su criado dice: «Porque también yo soy hombre sometido a obediencia, y tengo bajo mis órdenes soldados; y digo a éste: 'Ve', y va; y al otro: 'Ven', y viene; y a mi siervo: 'Haz esto', y lo hace». La razón de que le obedezcan no es, obsérvese, que el centurión tuviese mucho mando en plaza, como tenía, sino que obedecía sin resquicios, sometido. Toda potestad nos es concedida de lo alto. Y nadie puede tener una autoridad que no nazca de la obediencia.

Léon Bloy afirmaba que, cuando quería saber qué pasaba en el mundo, leía a san Pablo. Nosotros, si queremos saber qué va a pasar, leamos este episodio evangélico con un ojo en Sánchez y Puigdemont. Los que nos ordenan que vayamos y nos prescriben que volvamos no obedecen a nadie ni a nada. Se saltan sistemáticamente las leyes, incluso las naturales, como no mentir, y desde luego las positivas, aunque las hayan hecho ellos mismos y, sobre todo, se saltan las sentencias. Ya han conseguido, en consecuencia, que obedezcamos de muy mala gana. Es lógico. Asistimos al espectáculo descarado de unas castas blindadas que imponen pesadas cargas a la ciudadanía en leyes, dogmas ideológicos e impuestos expansivos de los que ellos se eximen. Indultan los ERE y pelillos a la mar. No hacen cumplir la ley en las fronteras y luego legalizan a los que las violaron. Mientras tanto, los impuestos excesivos que pagamos no dan para que el golfista Puente mantenga los servicios ferroviarios. Correos, que fue ejemplar, anda entre la pérdida económica y la pérdida de cartas. Etc.

Junto a la mala gestión, hay una sutil humillación al que antaño fue ciudadano y que se va descubriendo más siervo de la gleba semana tras semana. A poco orgullo español que nos quede en las venas –y yo sostengo que, escondido, nos queda– la situación va a terminar pasando de la indignación a la ignición. Los disturbios de Reino Unido son un aviso en la barba del vecino.

Bajo los memes, se está produciendo una desafección que ríete tú de la tan interesada de los nacionalistas. Yo lo siento por los guardias civiles, policías y demás funcionarios que se van a encontrar con una resistencia cada vez mayor en la gente corriente a cumplir las normas o a aceptar las sanciones. Ellos no se merecen esto, aunque nos lo merecemos todos por no haber sabido escoger unos políticos con la clarividencia jurídica y política de un centurión romano del siglo I.