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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Fraude olímpico

¿Pero qué podemos esperar si el deporte ha estado en manos de tipos y tipas como Luis Rubiales o Irene Lozano?

El deporte español ha estado dirigido en los últimos años por cuatro o cinco ministros, ocho o nueve presidentes del Consejo Superior y diez u once directores generales, todos con grandes conocimientos en la materia: saben distinguir un balón de un melón, aunque empiezan ya a tener dificultades cuando se trata de una sandía, mucho más esférica.

De su capacidad, solvencia y preparación da cuenta, a modo de resumen, Irene Lozano, afroamericana de cabecera de Pedro Sánchez y coautora de todos sus libros a excepción de su celebrada tesis plagiada, con la que obtuvo el título de doctor cum fraude.

Su disposición a la biografía laudatoria, del mismo estilo que las entrevistas televisivas de la impagable pero bien pagada Silvia Intxaurrondo, tuvo como recompensa un escaño de diputada al principio y, después, la jefatura de la Casa Árabe, a la que llegó también con una notable preparación: un día comió cuscús y quizá otro disfrutó de la bella danza del vientre en una despedida de soltera, suficiente para hacerse especialista en la materia.

Y entre medias de ambos encargos dirigió el deporte español, aunque en la materia tenía las mismas destrezas que Woody Allen para la guerra, donde solo sirve de rehén, según confesión propia.

Se cuenta, aunque tal vez sea una anécdota apócrifa que merece ser cierta, que Lozano fue un día a un partido de hockey sobre hierba y se lamentó amargamente por la falta de apoyo público a la disciplina, comprometiéndose con solemnidad a comprarle patines a todos los jugadores, y jugadoras, a la mayor brevedad. O que al ver una carrera de relevos en la piscina, se preguntó cuándo pondrían la portería para poder meter más goles.

Con esos mimbres, se entiende mejor por qué el deporte español está dirigido en realidad por tipos como Rubiales y organizaciones como las federaciones, esas entidades privadas intervenidas sin embargo por el Estado, a quien deberían disciplinarse si hubiera la mitad de la mitad del interés que al Gobierno le suscitan el Tribunal Constitucional, la Fiscalía General del Estado o RTVE.

Más allá de los éxitos individuales de glorias como Rafa Nadal, Pau Gasol, Fernando Alonso o Carlos Alcaraz y de maravillas colectivas con el remo, el fútbol o el waterpolo; lo que predomina es el rubialismo federativo, con clanes eternos organizados en torno a enormes presupuestos, nula transparencia y un clientelismo que algún día sobrecogerá a la opinión pública cuando trasciendan sus detalles, que acabarán trascendiendo.

Las 18 medallas olímpicas, menos que en Barcelona 92 pese a que desplazamos más deportistas, hubo más modalidades y medallas que nunca y no competía la vieja Rusia soviética, son el pírrico balance y la inevitable consecuencia de ese pavoroso chiringuito que es el deporte español, una cueva profunda que funciona en «rubiales», la moneda oficiosa de sus transacciones políticas y económicas.

Un beso estúpido, tan hortera y grosero como imposible de tramitarse como delito sexual, provocó más conmociones que las andanzas del personaje con Piqué en Arabia Saudí, sede de un torneo español rebozado en petrodólares y comisiones, todo un síntoma del mal que afecta al deporte español oficial, sin menoscabo de las proezas de sus mejores representantes.

Solo nos falta, por resumir, que aparezcan en escena Koldo y Tito como responsables del catering, David Azagra como autor de los himnos olímpicos y, cómo no, Begoña Gómez de coach de Resiliencia Transformadora y dos huevos duros. Tiempo al tiempo.