Contra el anti-humanismo climático
No me parece ni lógico ni respetable que muchos activistas se consideren virtuosos y moralmente superiores cuando las medidas que defienden están perjudicando gravemente, aquí y ahora, a las personas más pobres
Hace algunos años, estaba charlando con una amiga, Catalina, sobre el cambio climático. En el curso de la animada conversación, ella soltó una frase de esas que se te quedan grabadas a fuego en la memoria: «los seres humanos somos como un virus para el planeta. Quizás sería bueno que nos extinguiésemos». Fue difícil continuar el debate después de tan lapidaria sentencia, aunque sí conseguí que admitiese que eso de la extinción quizás era algo… exagerado.
Este sentimiento anti-humanista no es algo exclusivo de mi amiga. Hay una parte del movimiento ambientalista –no la mayoritaria, desde luego, pero quizás la parte más ruidosa y que consigue imponer su agenda– que abiertamente defiende posturas que son altamente preocupantes por su abierto desdén por la humanidad.
La narrativa de esta vertiente del activismo climático retrata al hombre como un parásito en la Tierra; un virus, como decía Catalina. Para ellos, la interacción humana con el medio ambiente es inherentemente destructiva y altera los ecosistemas naturales. Estos activistas veneran a esa Pachamama, la Madre Tierra, pura y noble, mientras que ven a un ser humano que la corrompe con su desaforado desarrollo económico y civilización contaminante. Como si el hombre no fuese parte del ecosistema, o como si la naturaleza no fuese terrible y despiadada…
No deja de hacer gracia que sea la izquierda más atea la que defienda esta visión tan bíblica de las cosas. Esa izquierda hollywoodiense que rodó la película «¡Madre!» hace pocos años, con Jennifer Lawrence y Javier Bardem de protagonistas. O esa izquierda que, en España, destruye presas y azudes (ya van más de 500 en los últimos 20 años). O los muchos esos que, al comienzo del COVID, decían que la pandemia era un «serio aviso de la Tierra a los seres humanos».
Esta visión lleva a este sector del activismo climático a defender abiertamente el control poblacional. No deja de ser lógico que quien ve al ser humano como una plaga quiera reducir su número. Son puras ideas neo-malthusianas, es decir, basadas en la teoría que sostiene que hay superpoblación, y que esto conduce inevitablemente al agotamiento de recursos y a la pobreza.
Da igual que Malthus lleve muerto 200 años y que sus predicciones nunca se hicieran realidad; y también da igual que el mayor discípulo moderno de Malthus, Ehrlich, publicase su libro «La explosión demográfica» hace 60 años y tampoco acertase ni una. Todo lo contrario: nunca jamás hemos sido más personas, más prósperas y con menos pobres en la historia de la humanidad.
Sin embargo, estos neo-malthusianos, desde Bill Gates a la ONU y cierta parte del movimiento climático, siguen convencidos de que estamos llegando a ese eternamente inminente punto de ruptura. Antes esta supuesta catástrofe, andan preocupados no con proteger a la humanidad, sino con proteger su estatus de las voraces necesidades de las masas. Menos humanos = más bienestar para ellos, piensan.
Tan convencidos están que la Fundación Gates y otros grandes donantes hacen de la planificación familiar una de sus principales líneas de actuación en los países en desarrollo. Bajo este paraguas, no es raro que también se promuevan la esterilización o el aborto. Matar bebés para salvar el planeta.
Incluso, hoy en día, entre esta variante de activistas climáticos ha surgido un nuevo mantra: no tener hijos, por responsabilidad ecológica. Hagan una rápida búsqueda en Google o YouTube y verán miles y miles de artículos y vídeos de activistas defendiendo que no tener hijos para «salvar» el planeta es no sólo una decisión correcta, sino moralmente superior. ¡Qué creativo es este mundo postmoderno en el que nos hemos inventado una moral que conduce a la extinción!
El anti-humanismo de estos ambientalistas también se muestra cuando ignoran las consecuencias que tienen sus políticas sobre las personas más vulnerables. Las grandes políticas climáticas que se han adoptado internacionalmente están, directamente, subiendo los precios de la energía, dañando el crecimiento económico e imponiendo trabas a la sociedad. Y esto no son afirmaciones abstractas sino cosas que tienen consecuencias muy reales para las personas. Cuando se encarece el precio de la energía, se dificulta que las personas más vulnerables puedan encender la calefacción o el aire acondicionado. Cuando se imponen restricciones a los coches, se dificulta que las personas con pocos recursos, que no pueden permitirse el lujo de comprar uno nuevo con etiqueta «eco», se puedan desplazar. Cuando se ponen trabas a los fertilizantes, aumenta el precio de la comida. Cuando se pretende ahora que los países en desarrollo no exploten sus recursos naturales, se les está condenando a la pobreza.
El último de estos ataques lo conocimos hace unas semanas: Dinamarca se convertía en el primer país del mundo – pronto le seguirán muchos otros, lo tengo claro– que impone un impuesto al ganado, para luchar contra el cambio climático. ¿Las consecuencias? Los pobres no podrán comer tanta carne y tendrán que conformarse con alimentos procesados o nuevos productos sintéticos… ¡maravillosa dieta!
No me parece ni lógico ni respetable que muchos activistas se consideren virtuosos y moralmente superiores cuando las medidas que defienden están perjudicando gravemente, aquí y ahora, a las personas más pobres y desamparadas. ¿Cuál es su escala de prioridades? Porque el ser humano no parece estar en lo alto.
En mi opinión, sí hay espacio para un ambientalismo sensato. Un ambientalismo que ponga al ser humano en el centro. Que considere a las personas como la solución y no el problema. Un ambientalismo que se aleje del alarmismo apocalíptico y de soluciones grandiosas, costosas y dañinas. Con ese ambientalismo, muchos de los que ahora vemos con recelo la agenda climática podríamos tener un debate constructivo y productivo. Al fin y al cabo, no hay nada más conservador que cuidar nuestro planeta.