Fundado en 1910
Menú
Cerrar
Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Admiración, sí… pero da mucho miedo

Llevar la guerra a suelo ruso es una idea peligrosísima que Occidente debería haber evitado

La gran ventaja de la democracia es que los mandatarios tienen fecha de caducidad. Normalmente el público los releva en las urnas antes de que se les suba el pavo, se les ofusque la mente y empiecen a sentirse la reencarnación de César Augusto. En cambio, en los regímenes dictatoriales los larguísimos mandatos van enclaustrando al líder en su palacio, bien blindando por una corte de aduladores que le hacen sentirse un personaje histórico, providencial e infalible.

Putin, un frío, listo e implacable agente de la KGB, que llegó al poder en el desconcierto tras la implosión de la URSS, acabó creyéndose un nuevo zar de huella imperecedera. Su modelo, según él mismo ha recalcado, es Pedro I el Grande, que gobernó todas las Rusias desde 1682 a 1725. El legendario zar llegó al poder con dos problemas: Suecia en el norte y el Imperio Otomano en el sur. Pedro I quería ampliar la salida de Rusia al mar y convertirla en una potencia indiscutida, expandiéndola y unificándola. Lo consiguió, a sangre y fuego. Al tiempo fue un reformista, que fundó la Armada rusa, diseñó San Petersburgo –la ciudad de Putin– y hasta renovó el calendario y el alfabeto. La gran victoria de Pedro el Grande ocurrió en la batalla de Poltava, el 8 de julio de 1709, donde barrió a su archienemigo, Carlos XII de Suecia. Comienza allí el declive de los suecos y es el momento fundacional del gran Imperio Ruso. ¿Y dónde tuvo lugar tan legendaria batalla? Al este de Ucrania, a 300 kilómetros de Kiev.

Putin, que se cree Vladimir I el Grande, llegó a la conclusión de que tras la caída de la URSS a él le correspondía reconstruir la Gran Rusia, de cuyo corazón espiritual formaba parte Ucrania. Si a Pedro I lo agobiaban los suecos, polacos y turcos, a Vladimir I le molestaba Occidente, al que veía poco respetuoso con Rusia –lo cual en parte era cierto– y con ganas de meter la nariz hasta sus mismísimas fronteras, lo cual exageraba. En 2014, Putin hizo reales sus sueños –o delirios– imperiales y ocupó Crimea. El pusilánime Obama no dio mayor acuse de recibo. Putin anotó la debilidad del adversario: podía seguir avanzando, pues Occidente estaba en declive y no se atrevería a frenarlo.

En febrero de 2022, Putin invade Ucrania y se desata la peor conflagración en suelo europeo desde la II Guerra Mundial, una escabechina que dura ya dos años y medio. Las cifras de muertos bailan, pero según algunos observadores podrían llegar a entre 71.000 y 140.000 soldados rusos y unos 70.000 ucranianos (más miles de civiles). Putin no ha logrado ocupar Ucrania en días, como presagiaba su propaganda en el inicio de la guerra. Pero a pesar del relativo estancamiento del frente empezaba a cundir cierto desánimo entre los ucranianos y calaba la sensación de que Rusia iba ganando.

Y es que esta lucha es muy desigual. Sin el dinero y las armas de Occidente, Ucrania habría caído hace tiempo, pues tiene 35 millones de habitantes, frente a los 140 de su gigantesco enemigo, que es además el país más grande del mundo, con dos veces la superficie de Canadá, y cuentan con inagotables recursos en materias primas y energía.

Ahora Ucrania ha dado un gran golpe de efecto y ha ocupado suelo ruso en la región de Kursk, algo que no ocurría desde la II Guerra Mundial. Se cree que han participado seis brigadas en la ofensiva, que trata de levantar la moral ucraniana y desviar tropas rusas del castigadísimo frente del Donbás.

Los medios occidentales celebran con alborozo que los ucranianos habrían ocupado 800 kilómetros cuadrados en plena Rusia. Todos tenemos nuestras simpatías con Ucrania, la víctima de esta guerra, pues fue el dictador ruso quien inició la invasión sin causa justa, o ni siquiera bien pretextada. Sin embargo, el gambito de Zelenski da mucho miedo. Se ha roto la línea roja de no utilizar en suelo ruso los recursos militares que ha facilitado Occidente y se ha entrado en un juego peligrosísimo. Rusia tiene más de 5.000 cabezas nucleares y un mandatario que no duda en liquidar con polonio –o con lo que toque– a sus adversarios. ¿Alguien cree que va a aceptar impávido que un ejército enemigo lo humille entrando en la propia Rusia? Por lo demás, la historia enseña, como aprendieron a palos Napoleón y Hitler, que atacar a Rusia en su territorio es un disparate, pues siempre gana, por el general invierno y por pura acumulación de muertos.

Zelenski ha lanzado su sorprendente ofensiva por lo que observó en la cumbre de la OTAN de comienzos de este verano: un mandatario de EE.UU. medio gagá que le llamó «Vladimir Putin». Eso le hizo ver que el próximo presidente será Trump, que ha prometido acabar la guerra en sus primeras 24 horas de mandato. Su solución es obvia. Será la que ya postulaba en sus últimos meses de vida el viejo zorro Kissinger: dejar en manos rusas lo que ya han ocupado y parar así esta pesadilla. Algo que Zelenski rechaza.

En los acuerdos de paz nadie gana por completo y suponen siempre poner de acuerdo ante una mesa a quienes hasta un minuto antes estaban matándose. Y eso es lo que hay que buscar ya. La valiente aventura de tocarle los pies al oso ruso en su propia casa es heroica, admirable… pero puede resultar suicida, para Ucrania y para toda Europa.

Occidente está ahora mismo sin capitán, pues el presidente de Estados Unidos es un pato cojo de salida y con problemas cognitivos. Pero el próximo, pues la UE no pinta nada, tiene que acabar con esta carnicería, que se disputa ya con dos centrales nucleares a tiro, la de Zaporiyia y la de Kursk.