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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Turismofobia

Los tontos aislados no serían un problema de no chapotear ya en un ecosistema que los expande mucho

Un paisano de Oleiros se ha hecho medio célebre en los circuitos más frecuentados por los tontos al anunciar que cerraba unos días su bar por cansancio ante los turistas de la meseta, en obvia referencia a los madrileños.

El municipio en cuestión está presidido por un tonto con trienios y se presenta al visitante con un monumento laudatorio al Che Guevara, creador entre otras barbaridades de campos de concentración para homosexuales cuyos herederos, tontos también, lo ponen como icono pop en sus camisetas más chachis. Una estupidez que solo mejorarían Irene Montero o Yolanda Díaz si se vistieran con un trapito a juego con los colores de la bandera de Afganistán.

Ese contexto político ayuda a entender la decisión del paisano, que reabrirá el 20 de agosto, cuando esos furibundos mesetarios aún disponen de al menos diez días más de vacaciones para hacer de las suyas, lo que probablemente denota sus verdaderas intenciones: se iba de vacaciones, pero yéndose con un buen regüeldo lograría una campaña de promoción gratuita como nunca hubiera soñado.

El episodio enlaza con otros similares inspirados en la misma teoría, resumidos todos en el rechazo al visitante y definido por la única fobia que al parecer puede ser exhibida con orgullo, sin que la Brigada Puritana de la Stasi del Pensamiento prenda sus habituales hogueras de purificación ideológica: el rechazo al turismo, en especial al madrileño.

Bajo la apariencia de una preocupación por el patrimonio, el precio de la vivienda, el descanso nocturno o el futuro del planeta, nos hemos acostumbrado ya a ver manifestaciones, protestas o manifiestos que, en realidad, señalan al turista como una especie de termita dispuesta a acabar, con su voracidad incontrolada, con el mundo conocido.

Allá donde el tonto germina por disponer del ecosistema adecuado para ello, como en Oleiros, el mensaje de rechazo en nombre de la supervivencia del ser humano esconde, en realidad, un sorprendente ejercicio de clasismo que de imponerse dañará sobre todo a las clases menos pudientes.

Porque las restricciones siempre expulsan al humilde, que es quien no puede comprarse un coche, adquirir un billete de avión o reservar una habitación de hotel si las tarifas se duplican para lograr la misma facturación con la mitad de usuarios.

Y esa es la intención: ganar lo mismo con menos clientes, expulsando del circuito a la carcunda que comete la desfachatez de intentar ser feliz a un precio módico.

En un país que empieza a estar saturado de quinquis domésticos, de profesionales de la vulnerabilidad subvencionada, de inmigrantes descontrolados a su pesar o con placer, de menas, ñetas y jetas de todas las nacionalidades empezando por la española, resulta curioso que el foco se ponga en el turista, protagonista de un sector que aporta casi el 12 % del Producto Interior Bruto y el 10 % del empleo total.

Pero resulta aún más sorprendente que sea la izquierda quien ejerza de heraldo de ese mensaje elitista. O no tanto, viendo su proverbial tendencia a predicar sin dar trigo y su hipócrita costumbre de imponer hábitos que incumple en primera persona: no hay ministro, alcalde o concejal «de progreso» que deseche el Falcon aunque tenga un tren a mano, aunque luego aplauda al tonto de Oleiros un minuto antes de zamparse un arroz con bogavante a cuenta del respetable, que son muy tontos, pero de morro fino.

En Cataluña ha habido 17 apuñalados en lo que llevamos de agosto, incluido el padre de Lamine Yamal, pero ojo que el peligro es un madrileño pidiendo una cerveza bien fría con un pinchito decente, con toda su desfachatez.