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TribunaFederico Romero

La ciudad de la luz ensombrecida

Los cristianos estamos acostumbrados a ser objeto de burla por nuestra fe. Pero ello no nos impide pensar, con tristeza, que, quién la hace, se degrada a sí mismo, amparado en la cobardía de saber que no va a tener una respuesta violenta

Hace ya más de cuarenta años, una de las veces que estuve en París, fui a la misa de doce a la Iglesia de Saint Germain-de-Pres. Por el Boulevard del mismo nombre, me topé con un desfile de Drag Queens que al parecer se divertían formando un ruido ensordecedor en remolques convertidos en pequeños escenarios callejeros. El Drag Queen es una persona que se caracteriza con rasgos exagerados, con una intención histriónica, que no tiene necesariamente nada que ver con la identidad de género.

A veces, son verdaderos artistas, y otras, incurren en chabacanería. Crean personajes para la sociedad y pueden hacerlo con gracia o sin ella, con elegancia o zafiamente. Aquel día no lo hacían mal. Lo único que no me gustó fue el «trágala» que supuso que se situaran un buen rato delante de la puerta de la antigua abadía de tal forma que, al empezar el culto, el sacerdote oficiante tuvo que suspender momentáneamente la misa hasta que nos trasladamos a una especie de cripta tranquila en la parte baja, próxima, creo recordar, a las tumbas de los reyes merovingios. Cada uno se divierte como quiere, pero lo malo es que traten de imponer su modo de diversión imponiéndola a los demás como algo inexorable.

Han terminado ya los Juegos Olímpicos y queda para el recuerdo esa especie de chusca performance, consistente en utilizar a un grupo de Drag Queens para componer, al parecer, una recreación viva de la Última Cena del genial Leonardo da Vinci. Sobre ello han corrido ríos de tinta, con interpretaciones diversas, disculpas, incluso justificaciones y hasta versiones favorables. Por mi parte, me sumo al grupo de personas que han testimoniado su desaprobación, como todo aquello que hace burla de nuestra fe en Cristo. Pero de lo que quiero hablar aquí es, sobre todo, y también por su relevancia mediática, del hecho acaecido, por lo que tiene de síntoma respecto a la cultura y civilización occidental. En primer lugar, por la instrumentalización de los propios Drag Queens, porque pienso que, si son verdaderos artistas, los han puesto al servicio de algo carente elegancia, de buen humor y de gracia. García-Maíquez cita a Benjamín Jarnés que considera como puntos cardinales del buen humor «gracia, verdad, bondad y poesía», cosas radicalmente ausentes en la parodia «artística» que criticamos. Por cierto, que el libro de García-Maíquez, titulado 'Gracia de Cristo' (Su sonrisa en los Evangelios), tiene la originalidad de señalar esa faceta tan importante de nuestro Señor, fundamental en cualquier hombre, porque la gracia «no es solo un valor cultural sino un valor vital», que tiene una «virtualidad transformadora», que tan de manifiesto fue en su pasar «haciendo el bien» en que consistió su vida. Los cristianos estamos acostumbrados a ser objeto de burla por nuestra fe. Pero ello no nos impide pensar, con tristeza, que, quién la hace, se degrada a sí mismo, amparado en la cobardía de saber que no va a tener una respuesta violenta. Francia es un país con una notable presencia del islamismo. Y celebro que no haya habido ningún insulto al conjunto de sus creencias en los pasados acontecimientos, porque merecen todo respeto. Y lo mismo con respecto de otras religiones.

Por razones personales, tengo un gran afecto a Francia. Y a París en concreto. Y esperaba más de la celebración de las Olimpiadas donde, desde luego, siempre puede haber luces y sombras. En la que fue llamada ciudad-luz hubo, como saben, un gran apagón, quizás simbólico, en el que el único bastión iluminado fue la Basílica del Sacré-Coeur sobre la colina de Montmartre. Una de las expresiones que se han utilizado respecto de la ceremonia inaugural ha sido que son muestra (para mí, también síntoma) de la llamada 'decadencia woke'. No me gusta usar el anglicismo y me parece que, además, sus referencias como política identitaria de determinados grupos, supone una suerte de reduccionismo de un síntoma más grave que excede del campo olímpico.

Digámoslo claramente: lo que ha querido ser una avanzada expresión de originalidad y humor, no ha sido más que una trasnochada y decadente vuelta a la exaltación de actitudes pretendidamente destructoras de valores esenciales de la cultura occidental durante siglos. Cuenta Weigel que, el que fue arzobispo de París, Cardenal Lustiger, contestando a un joven, hijo desencantado de la generación del Mayo del 68, que se extrañaba de que, en plenas vacaciones de verano, celebrando el Día Mundial de la Juventud, una multitud hubiera ido a París para «rezar», le espetó: «no trates de entender su experiencia a través de la tuya. Vosotros estáis convencidos de que ser cristiano y, al mismo tiempo, ser inteligente, comprometido y responsable son conceptos que se excluyen». A pesar de que parecía que la Ciudad de la Luz parecía momentáneamente apagada, a medida que se han ido sucediendo los acontecimientos puramente deportivos de las Olimpiadas de 2024, se han ido encendiendo las luces de la esperanza. Y es que la civilización cristiana está basada en la esperanza de las promesas de Dios. Ante el que, precisamente, relevantes deportistas de estos juegos han inclinado sus rodillas y sus gestos para mostrar su agradecimiento.

  • Federico Romero es jurista