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Enrique García-Máiquez

Rata de dos patas

¿Cuáles son los fundamentos de Sánchez? Discutir con él racionalmente resulta imposible

De un tiempo a esta parte, me produce una enorme melancolía hablar de Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Tanta que, para mis artículos de opinión política, empieza a tener efectos paralizantes.

Aunque yo sea un acérrimo rival de todos los socialismos, mi problema con Sánchez no es que sea socialista. La discrepancia política es uno de los sustentos de una democracia sana. El problema es justo el contrario: ha reventado las bases racionales que sostienen una controversia correcta. Si no existe verdad ni mentira, no se puede discutir sobre el terreno común de la búsqueda de sentido. Todavía más: si Sánchez no se ata ni siquiera a su relativismo, y puede pasar de decir blanco a decir negro sin que se le mueva un músculo de la cara, salvo el de la mandíbula, no cabe ni pedirle coherencia. Chesterton explicaba que «o no debemos discutir en absoluto con alguien o tenemos que hacerlo sobre sus fundamentos y no sobre los nuestros». De acuerdo, pero ¿cuáles son los fundamentos de Sánchez? Discutir con él racionalmente resulta imposible.

En estos atolladeros, conviene recurrir a un tercero que, sin intereses personales o políticos en la materia, determine quién tiene razón. En su último libro, Las estrellas son los aforismos del cielo, Ramón Eder hace una observación que es advertencia: «Uno de los inventos más valiosos que ha hecho el competitivo, tramposo y agresivo ser humano es la invención del árbitro». Eder ha vuelto, como suele, a poner el dedo en la llaga: el árbitro como última figura civilizatoria. Y entonces volvemos a desesperarnos con Sánchez, que ni asume el árbitro oficial del Poder Judicial, al que está minando a marchas forzadas, ni acepta a los linieres de la opinión pública, a los que llama panfletarios y quiere censurar.

Una tras otra, va cerrando todas las posibilidades de discusión razonable. Por último, renuncia al honor, por supuesto amontonando mentiras, pero también despreciando nuestra consideración. «Honra es aquella que consiste en otro. / Ningún hombre es honrado por sí mismo / que del otro recibe la honra un hombre», dice Calderón en Los comendadores de Córdoba. Y la honra en una discusión o ante una columna estriba –quien lo probó, lo sabe– en que tus interlocutores o lectores puedan terminar diciéndote: «No me has convencido, pero no has usado sucias mentiras ni trucos torpes y has sido coherente contigo mismo y honesto con los hechos». Como salta a la vista y cantan las hemerotecas y los vídeos, no es el caso de Sánchez. Aunque lo del honor suene anacrónico, el peligro es actual: Saavedra Fajardo advertía que era un factor político clave en la conservación y declinación de los Estados. Según Madariaga, los españoles tenemos el honor; los franceses el droit, y los ingleses el fair-play. Obsérvese que Sánchez, ninguno de los tres.

Esto nos aboca o a mi melancolía o a insultarle, esto es, al mariachi de Paquita la del Barrio: «Rata inmunda/ Animal rastrero/ Escoria de la vida / Adefesio mal hecho / Espectro del infierno», etc. Aunque la gente se tira cada vez más al mariachi, yo recomiendo la melancolía. Primero, porque no tenemos la gracia de Paquita y, segundo, porque en el insulto desorbitado («maldita sanguijuela / culebra ponzoñosa») es donde a Sánchez le convenimos y adonde él nos empuja. Su táctica es el frentismo desaforado que desactive el espíritu crítico de sus propios votantes. Sigue el consejo de Nietzsche: «Si uno vive por combatir a un enemigo, estará interesado en que éste siga con vida».

De manera que, si el insulto no es nuestro estilo; si es aburrido, salvo en la voz de Paquita, y siendo, sobre todo, contraproducente, lo mejor es no caer en el impropio improperio. ¿Y entonces, qué? Volver melancólicamente a los argumentos. Desarrollar, como mucho, este único verso de Paquita: «Cuánto daño me has hecho».