Almodóvar y la teoría del resentimiento
Es una pena el amargor constante, la obcecación sectaria y la aversión a su país que muestra un artista hecho a sí mismo y venerado en todo el mundo
Gregorio Marañón -el fetén, el bueno- escribió en el exilio, a finales de los años treinta, su importante ensayo Tiberio, historia de un resentimiento, publicado en 1942. Allí se ocupa del emperador romano coetáneo a Jesucristo, muerto en el año 37, un eficaz administrador y un gran general, un gobernante de éxito… y un amargado muy cruel. Para Marañón, Tiberio encarna el arquetipo del resentido, que es siempre «una persona sin generosidad y de una mediocre calidad moral».
Marañón considera que el resentimiento es el peor de los pecados, más dañino incluso que la ira y la soberbia. Cree además que no tiene cura. El resentido es inmensamente susceptible. En cada detalle vislumbra una agresión: «Todo para él alcanza el valor de una ofensa o la categoría de una injusticia. Es más, el resentido llega a experimentar la viciosa necesidad de estos motivos que alimentan su pasión; una suerte de sed masoquista le hace buscarlos o inventarlos», explica el doctor en su magnífico ensayo. Ni siquiera el triunfo lo alivia, más bien ocurre lo contrario: «Al triunfar, el resentido, lejos de curarse, empeora, porque el triunfo es para él como una consagración solemne de que estaba justificado su resentimiento».
Ese tipo de figuras existen desde que el mundo es mundo, pero están aumentando por el culto al victimismo que fomenta la izquierda.
Lo sé. A usted se le está ocurriendo ya un paradigma de resentido español: el innombrable. Y en efecto, encaja en este patrón. Pero estamos pensando en otro, en su tocayo Almodóvar, un señor que podría ganar siete Oscar, la Bonoloto, el Premio Nóbel y veinte Goyas de una tacada y seguiría destilando amargura y rencor, amén de ofrecer una versión negra e injusta de su país.
La vida de Almodóvar, de 74 años, es de enorme mérito, una ascensión casi increíble que consiguió a puro pulso, con su ingenio y esfuerzo. Nació en un pueblo manchego de 4.000 almas, en un mundo casi anclado aún en el XIX, y acabó en Hollywood con un Oscar en la palma de la mano. En la era del automóvil, su padre, Antonio, era un arriero que iba vendiendo vino y aceita por Sierra Morena, portando las viandas en reses. Cuando Pedro tenía ocho años, sus padres emigraron a Cáceres con los cuatro hermanos, en busca de un futuro. Almodóvar estudia allí el bachillerato con los salesianos y los franciscanos, de los que de mayor echará pestes, aunque le aportaron la única base cultural reglada de toda su vida.
Demostrando valor, a los 17 años se marcha solo a Madrid, con el sueño de estudiar cine y poder expresar su homosexualidad en la gran metrópoli. Primero sobrevivió a salto de mata y luego logró entrar como administrativo en Telefónica. Allí trabajó doce años, pero nunca perdió la fe en sí mismo y dedicó cada minuto libre a sus sueños cinéfilos y a la creatividad chisposa del momento (fanzines, rock cabaretero, cortos…). Por fin, en 1980 logra rodar un largometraje, donde sorprende con un mundo propio, diferente.
Almodóvar aportó a su llegada la frescura de lo coloquial, un oído único para reflejar la psique y los diálogos de las mujeres, una original fotografía pop y un humor descacharrante y atrevido. Cuando todavía conservaba el olfato callejero rodó alguna película valiosa, como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984). Luego fue perdiendo frescura y ganando amaneramiento narrativo. El favor de la taquilla menguó mucho y hasta ha rodado algún auténtico pestiño, como Los amantes pasajeros (la peor comedia que he visto en mi vida, solo superada por Los hermanos Calatrava contra el Imperio del Kárate, una tortura involuntariamente surrealista que sufrí en mi infancia).
Almodóvar ha sido celebrado y premiado en su país y venerado por toda la progresía planetaria. Le ha ido de maravilla. Casi un milagro si se piensa en las cartas que recibió en la lotería de la cuna. Sin embargo, respira resentimiento. Está cegado por un dogmatismo político prejuicioso, ajeno a hechos y razones. En él se cumple lo que describía el pensador británico Paul Collier: «La identidad de izquierdas se ha convertido en una manera perezosa de sentirse moralmente superior». Vive en el espejismo de una España inexistente, ofreciendo una deprimente deformación del país real. No se le conoce una palabra de sabor patriótico. Solo incurre en el elogio para masajear al poder cuando gobierna el PSOE, que es casi siempre.
Almodóvar acaba de ser premiado en Venecia por una película que hace apología de la eutanasia. Leo unas declaraciones en las que cuenta en tono de tragedia su terrible sufrimiento personal por la reciente muerte… de su gato. Y aunque el personaje no me agrada, la verdad es que he sentido lástima por él, por la lacerante soledad que reflejan sus palabras, por la jaula vital de un hombre talentoso encerrado en una torre de marfil de resentimiento.
Almodóvar estaría a tiempo de quitarse las gafas ahumadas y abrir los ojos. De constatar que la vida también está llena de belleza. De ofrecer por fin una película de luz y esperanza. Sin moralina politiquera dogmática, sin subcultura de la muerte y sin mala baba. Donde por una vez se perciba que España es uno de los países donde mejor se vive del mundo, y no un valle de lágrimas condenado a un desconsuelo eterno por las guerras de nuestros abuelos y bisabuelos.