Blanco y naranja
Y para mí, que ese interés en las marcas deportivas por restar su personalidad a los equipos que visten, dinero aparte, responde a un plan de despersonalización de la tradición que desorienta a las aficiones en beneficio de la imposible igualdad
Cuando yo era niño, no tan niño, joven y bastante joven, los clubes de fútbol tenían dos equipaciones. La titular y la reserva, que se usaba cuando visitaban a un club equipado con colores coincidentes o confundibles. El Real Madrid vestía de azul o morado cuando visitaba al Sevilla o al Valencia, que jugaban de blanco. En alguna ocasión, cuando el equipo contrario combinaba su camiseta titular con los calzones blancos, el Real Madrid saltaba al campo —Atocha—, con su camiseta titular y los pantalones y medias azules. Sucedía con el Athletic de Bilbao y el Atlético de Madrid, y si estaba en Primera División, el Granada. Cádiz y Las Palmas, Español y Alavés… El Barcelona, siempre de azulgrana. Los colores identificaban a los clubes y a sus aficionados. Hasta que llegaron las marcas, que también se apropiaron del tenis, exceptuando Wimbledon, que mantiene estrictamente la tradición.
Ahora, y me refiero al Real Madrid por ser el equipo de mis hondos amores y alegrías y menores penas, cuando al equipo del Santiago Bernabéu le corresponde disputar un partido a domicilio, lo hace de azul, de negro, de rosa, de naranja, de verde. De gris, de morado o del color que se le ocurra al diseñador de Adidas. Se trata de una descomposición cromática que diluye el entusiasmo que origina la uniformidad blanca del club, que lo ha ganado todo de blanco. Algún año vistió de colorado, como el Osasuna.
Y para mí, que ese interés en las marcas deportivas por restar su personalidad a los equipos que visten, dinero aparte, responde a un plan de despersonalización de la tradición que desorienta a las aficiones en beneficio de la imposible igualdad. Los mismos locutores de los partidos — llegará el día en el que el fútbol será comentado por más comentaristas que jugadores corren sobre el césped—, se dejan llevar por la costumbre y se equivocan en sus sentencias. —El equipo blanco no consigue romper la defensa de los granotas—, cuando el equipo blanco que no consigue romper la defensa de los granotas, va vestido de naranja. Con la equipación naranja —segunda del Valencia y del Barcelona—, los futbolistas del Real Madrid necesitan más de treinta minutos para averiguar que los naranjas son ellos, y pasa lo que pasa. Eso sí, las tiendas se forran vendiendo todos los Reales Madrid posibles y probables. El blanco, el negro, el azul, el verde, el rosa y el naranja. Llegará el día en el que el buenismo imperante convenza a las marcas deportivas de la conveniencia social durante la Semana del Orgullo Gay, de añadir a las camisetas de los clubes de fútbol en sus equipaciones un motivo multicolor LGTBI en homenaje a los socios y aficionados partidarios de la cosa. Y si a un ganadero del Guadarrama, harto de encontrarse en sus campos cadáveres de terneros devorados por las manadas de lobos que ya han ocupado la sierra madrileña, se le ocurra cazar a un lobo, los dos equipos, se reunirán en el centro del terreno de juego para guardar un emocionante minuto de silencio en memoria del lobo fallecido y no de los terneros masacrados, mientras una buena parte del público deja asomar brillantes lágrimas de sus ojos enrojecidos por la tristeza. El ganadero, de ser socio, será inmediatamente expulsado del club con independencia de sus responsabilidades judiciales.
Porque el fútbol de hoy no se juega a noventa minutos. El tiempo añadido por los cambios y los lloriqueos de los futbolistas aparentemente heridos puede alcanzar los diez minutos en cada tiempo, a los que hay que sumar el minuto de la hidratación y el minuto de silencio por el fallecimiento del socio 12.549 del club anfitrión.
Cuando yo era niño, no tan niño, y joven, pero no tanto, si un espectador de los 100.000 que ocupaban las tribunas y gradas del Bernabéu sufría un episodio vascular, el público cercano al infartado reclamaba a los camilleros y estos trasladaban inmediatamente en camilla al espectador accidentado hasta las dependencias médicas del Club. Ahora se detiene el partido. Que un forofo sufra un pipirlete como consecuencia de un gol entre noventa mil forofos que no lo sufren, no puede detener un partido. Se le atiende, se le ingresa o se le da de alta, y colorín colorado. En la actualidad, si el forofo sufriente necesita treinta minutos de reanimación, el partido se suspende durante esos treinta minutos. Y la gente, superado el trance, aplaude.
Hasta en el fútbol somos mucho más tontos que antaño. En blanco o en naranja.