Los turistas del covid
Creo en que el hombre ha nacido para las vacaciones, pero mi fe no comparte absolutamente nada con el descanso de los hatos de ganado humano que bloquean los centros de las ciudades en un irracional ir y venir
Tengo el convencimiento de que la situación natural del ser humano son las vacaciones. No me refiero exclusivamente al solaz de julio o agosto, es decir, al llamado «mes de vacaciones» que aparece en los contratos fijos de occidente, porque entonces parecería que nuestra situación natural no es otra que el tráfago estival, esa locura colectiva a la que acabamos de echar el telón (quedan algunos pueblos en fiestas, pero es otro cantar), en la que quien más quien menos abandona su lugar habitual de residencia en busca de la cercanía del mar.
Dicha locura general no se debe, por supuesto, al agua salada, que la pobre no tiene la culpa del chapoteo de la turbamulta, masa ingente de ciudadanos desconocedores de los secretos del océano, que deja sobre la superficie ondulante una capa tornasolada de Protección 50. Tampoco el sol es responsable del despiporre multitudinario, aunque apriete las mandíbulas para darle más fuerza a sus rayos, con los que muerde los cuellos, hombros, espaldas y pantorrillas de los incautos que no se embadurnan en Protección 50 o que, de tan blanca que tienen la piel, se queman por más pringue que se unten. Ni el mar ni el sol son culpables de la locura veraniega, como tampoco lo es la chicharra que estridula con denuedo, proclamando que no hay canción del verano que le haga sombra. Ni se le puede imputar al mosquito que en la oscuridad zumba amenazante a nuestro alrededor, frotándose las patitas mientras decide en qué parte de la anatomía nos va a pegar la estocada. Que las vacaciones pagadas hayan mudado en un manicomio tiene un único responsable: el turista que vino del covid.
No sé qué efecto secundario produjo la pandemia para que el turista, en apenas tres o cuatro años, se haya multiplicado hasta el infinito. Veo a un turista y enseguida veo diez mil, como cuando nos miramos en dos espejos enfrentados. Son miríadas, legiones de visitantes, de gente que va y viene sin saber dónde se encuentra, cómo se llama el destino al que han llegado, cuál el interés natural o cultural que los ha animado a desplazarse hasta allí. Lo desbordan todo, en un correr idiotizado hacia ninguna parte, como el hormiguero al que un niño suelta pisotones. ¿Acaso, este verano, los restaurantes, terrazas y chiringuitos no han estado llenos para desayunar, repletos a la hora del aperitivo, atiborrados en los turnos del almuerzo, hasta los topes en el momento de cenar? Poco importa el punto geográfico, la ubicación del paraje. Dabas una patada y salían seis o siete turistas de debajo de una piedra, dispuestos a devorar cualquier fritura.
La marabunta lo arrasa todo: paisaje, monumentos, costumbres, artesanías, alimentación… sumiendo el encanto de los sitios de veraneo (también aquellos que, hasta hace unos años, no formaban parte de los destinos que ofertan los catálogos de viaje) en un yermo, porque el turista toca lo que no se debe tocar, arranca lo que no se debe arrancar, micciona a la vista de todos, se mete el dedo en la nariz, escupe, protesta, avanza en estúpido rebaño, hace cola, suda, paga entradas, avanza con los ojos clavados en la pantalla del teléfono, mira bobalicón de un lado a otro a petición de un guía, pero sin el propósito de descubrir nada, sube y baja de un autobús, vuelve a subir y a bajar del mismo autobús, toma asiento en la vagoneta de un trenecito urbano (nada le hace más feliz) y parece no cansarse de sacar fotografías, cientos de fotografías, miles de fotografías, millones de fotografías de todo lo que se le pone a tiro, venga o no venga a cuento, interrumpiendo el paso a los viandantes, rellenando cada imagen con su novia, su novio, su mujer, su marido, sus cuñados, sus amigos… «¿Nos puede sacar una foto?», sonríen al tenderme un teléfono que con gusto dejaría que se cayera al suelo.
Creo en que el hombre ha nacido para las vacaciones, pero mi fe no comparte absolutamente nada con el descanso de los hatos de ganado humano que bloquean los centros de las ciudades en un irracional ir y venir, que quitan todo el encanto a villas y vistas privilegiadas, que hacen cola ante las tiendas de recuerdos que se fabrican en China: toritos de colorines, paellas desecadas, barras de turrón malo, imanes para la nevera, sobaos de Cantabria, morcillas de Burgos, frutas escarchadas de Aragón, sables de Toledo, Miguelitos de La Roda…
Buena parte de la culpa de esta invasión de turistas nacionales e internacionales (emergen por las alcantarillas, nos caen desde el cielo, los traen empaquetados por Amazon) la tienen las redes sociales, que con los filtros que proporciona la Inteligencia Artificial convierten cualquier lugar en una postal idílica, retocados los tonos y las luces del atardecer para conseguir un efecto «paraíso» que nadie se puede perder.
Mi anhelo de vacaciones perpetuas como estadio ideal para el ser humano exige la ausencia de trenecitos urbanos, de heladerías artesanas que no son artesanas, de ferias medievales, de ropajes Quechua, de restaurantes de tres turnos con platos numerados, de tropeles tras la banderita que ondea aquel que dirige el grupo, es decir, de turistas del covid.
- Miguel Aranguren es escritor