Libertad para quién
Si el Ejecutivo consuma su propósito, estaríamos ante la desprotección jurídica de las creencias religiosas. Uno no se puede burlar de la orientación sexual de otros, pero sí de su religión
El Gobierno está recorriendo un camino que va de la democracia a la autocracia, del control y la división del poder a su concentración. Es natural que, con el fin de despistar, promueva unas medidas para la «regeneración democrática». Regenerarla, para luego acabar con ella. Me centraré en dos de ellas: la modificación o supresión del artículo 525 del Código Penal y la habilitación del Gobierno para ejercer la censura en los medios de comunicación, es decir, la lucha contra el «fango» y el «bulo». Es una gran paradoja que este Gobierno se presente como implacable defensor de la verdad.
El artículo citado sanciona las expresiones de «escarnio» de los dogmas, creencias o ritos de una confesión religiosa que se realizan para ofender los sentimientos de sus miembros. No se castiga la crítica, por dura que sea, de las creencias religiosas sino la burla con intención de ofender y humillar. Si el Ejecutivo consuma su propósito, estaríamos ante la desprotección jurídica de las creencias religiosas. Uno no se puede burlar de la orientación sexual de otros, pero sí de su religión. Uno no puede ofender a alguien por sus perversiones, pero sí por sus creencias religiosas. Uno no puede burlarse de las víctimas de un bando (sí del otro) de la guerra civil española, pero sí de las creencias religiosas. Éstas devienen natural objeto de escarnio. Lo más alto queda deprimido, y lo más bajo ensalzado. Y encima invocan la libertad de expresión. Acaso quien con más contundencia la defendió, John Stuart Mill (otra cosa es que el fundamento de su defensa seas correcto), dejó muy claro que incluye la libertad para expresar ideas, opiniones, juicios, críticas y valoraciones, pero no insultos, calumnias, injurias, incitaciones a la comisión de delitos y ofensas al honor y la dignidad. Por lo tanto, no incluye el «derecho» a herir las convicciones religiosas de las personas. La locura jurídica y moral que nos rodea intenta volver todo del revés. La blasfemia pública es lícita y las opiniones, pongamos, sobre la homosexualidad, o la valoración de la Segunda República y el franquismo no lo son. La historia se impone como propaganda, mientras se impide la libre valoración de los hechos.
El Gobierno se erige en supremo discernidor de la verdad y la falsedad. Decide lo que es bulo y lo que no, lo que es bueno y lo que es malo. Se ve que ha comido del árbol de la ciencia del bien y del mal, no sin cierta inclinación hacia este último. Posee una infalible perspicacia para detectar dónde aparece el fango. Probablemente, lo conozca bien. Si el poder decide cuándo una información es verdadera o no, especialmente en los casos en los que se refiere a él, se convierte en absoluto, y la democracia y la libertad política se extinguen. El Ejecutivo exhibe así su decidida vocación censora.
Pero los ciudadanos ya se encuentran protegidos contra las mentiras y las calumnias por la Constitución, el Código Penal, las sanciones administrativas, el derecho de rectificación y, sobre todo, por el Poder Judicial. El Gobierno no puede ser juez y árbitro. Como afirmó Michael Oakeshott, su papel ha de ser el del árbitro y no el de jugador.
El presidente, pieza a pieza, va desmontando la democracia para acercarse a la «sociedad cerrada». La libertad deja de ser universal para convertirse en particular. Unos la merecen, otros no. Es una libertad hemipléjica y, por lo tanto, enferma, moribunda. El comunismo perdió la guerra fría en Berlín, pero, como si tuviera siete vidas, resucita una y otra vez. Eso sí, bajo nuevas formas. Lo de la dictadura del proletariado ya no hay quien se lo trague. Ahora se trata de lograr la hegemonía cultural. Los revolucionarios siempre aspiraron a conquistar el poder espiritual que tuvo la Iglesia. Lo dijo Condorcet sobre Robespierre en tiempos de la Revolución francesa. Ya no es la economía, sino el control de las conciencias. Entonces la religión sobra; es la competencia. No se trata de liberar de la opresión y de la miseria, sino de ejercerlas sobre las ideas y creencias. Es la conquista de las almas para destruir su libertad. Libertad, ¿para quién?