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VertebralMariona Gumpert

No es país para (nuevas) familias

No nos dejemos engañar por el número de nacimientos anuales, es una cifra «hinchada» por quienes sí se animan a traer criaturas a este mundo, los españoles nacionalizados

España es un país de contrastes, algunos disparatados. Por primera vez el salario medio se sitúa por debajo de la pensión de jubilación habitual. Los funcionarios suelen cobrar 700 euros más que los trabajadores por cuenta ajena. Lo sencillo ante este escenario es culpar a los empleadores, imaginarlos con sombrero de copa, bigote de Monopoly, sonrisa aviesa y mirada ladina. Demasiados ignoran que las únicas que pueden afrontar los requisitos de la legislación laboral son las grandes empresas. Autónomos y Pymes sobreviven a duras penas. Autónomos, esos parias que llegada la edad de jubilación reciben nada o muy poco después de una vida entera de ofrecer servicios y pagar impuestos. Vamos camino de dictaduras gobernadas, de forma encubierta, por grandes oligopolios internacionales.

Lo peor está por llegar. Quienes tenemos menos de 40 años hemos asumido –o al menos deberíamos– que no habrá pensión para ninguno de nosotros. El sistema no se sostiene, las cifras cantan. La media de hijos en España está en 1’16. Una cifra optimista, pues la triste realidad es que muchos españoles en edad de ser padres no tienen niños ni los tendrán. No nos dejemos engañar por el número de nacimientos anuales, es una cifra «hinchada» por quienes sí se animan a traer criaturas a este mundo, los españoles nacionalizados. Trabajo desde casa y, en momentos de descanso, salgo a hacer recados en el barrio por las mañanas. Se ven algunos abuelitos empujando carros de bebé (la conciliación no existe, son los padres). También pasean muchas mujeres africanas con varios churumbeles a su alrededor (sin contar los que ya tendrán escolarizados). Lo normal, en términos estadísticos y culturales, es esto último. Hasta hace dos o tres generaciones nadie se sorprendía ante una familia de más de cuatro hijos. ¿Qué ha pasado?

Son muchos los factores, todos ellos decisivos. El difícil –por no decir imposible– acceso a la vivienda, los salarios precarios, el retraso del momento de ser padres y la inexistente posibilidad de conciliación familiar constituyen, en sí mismos, causas más que suficientes para explicar la caída de la natalidad. Sin embargo, ahí tenemos esas otras familias a las que no parecen hacerles mella estas circunstancias. Habrá quien diga que viven de ayudas, y puede que sea hasta cierto punto atinado, pero no creo que sea la única razón. La diferencia fundamental radica en que tienen una visión del ser humano muy distinta a la nuestra. Y, todo hay que decirlo, la suya es la que ha mantenido a flote las diferentes culturas, sociedades y a la raza humana en general. De pequeños estudiábamos que los seres vivos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Sabemos a dónde conduce eliminar la parte reproductiva de la ecuación, puro efecto Darwin.

Quizá nos merecemos desaparecer como cultura, si entendemos que la nuestra consiste sólo en una panda de nihilistas que pone su disfrute individual por encima de otras consideraciones más profundas. A las condiciones económicas mencionadas se une la constante propaganda anti-maternidad. Una visión inmadura del amor como algo líquido o esclavizante. Una sociedad donde el aborto se ha convertido en un anticonceptivo más y la eutanasia en su corolario. Las personas nos convertimos en cargas prescindibles en nuestros extremos vitales: al comienzo de nuestra existencia y al final de ella. Con esta visión del ser humano resulta natural entonar un sálvese quien pueda y disfrutar mientras el cuerpo aguante.

Nos faltan horizontes que nos trasciendan. Los gitanos y musulmanes se casan pronto y traen muchos niños a este mundo. Religión y familia. Los países católicos mantuvimos esa misma visión durante un tiempo, pero con un enfoque de la paternidad responsable y sin subyugar el individuo al grupo, en especial a la mujer. Pero dejó de haber católicos. Quizá muchos de ellos lo eran sólo por convención, el peor motivo para ser creyente. Quienes lo somos por fe tenemos la responsabilidad de dar testimonio, aunque sólo sea por transmitir un único mensaje: el amor serio no es una carga, es más bien una liberación.