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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Las fotos del Rey Juan Carlos

Con la inestimable ayuda de sus indiscreciones, asistimos como si nada a un asunto que ataca a la privacidad y tiene aroma a chantaje

La difusión de fotografías y conversaciones privadas, íntimas y antiguas del Rey Juan Carlos ha tenido todos los enfoques imaginables menos el único que debería haberse impuesto: no deberíamos haber conocido esos contenidos, que no dejan nada bien a nadie, pero especialmente a quien los grabó y conservó, a quien los vendió y a quien los difundió originariamente, un panfleto holandés que no está nada claro qué pinta en esta historia.

El morbo de las imágenes y de las conversaciones disipa el foco sobre lo realmente relevante de este fétido asunto, soltado como una bomba con intenciones nada claras: ¿Tenemos derecho a penetrar en la intimidad de alguien, nos caiga bien o mal y sea una autoridad pública ya inmersa en no pocas polémicas?

La respuesta es no: la intimidad es un territorio sagrado y no hay excusas suficientes para profanarlo, especialmente cuando al hacerlo no se accede a información sensible de interés público, sino a cotilleos de alcoba de escasa relevancia institucional.

Y si la respuesta es no, el resto del debate ya es ocioso, so pena de que si buscamos justificaciones a esta violenta intromisión, otros las acaben encontrando para otros casos y de repente la cacería de las indiscreciones potenciales de un ministro, un gran empresario o un músico de fama se conviertan en el pan nuestro de cada día y la convivencia se haga irrespirable.

Sorprenderse de que el Rey tuviera amantes y unos hábitos personales reprobables recuerda a aquella escena de Casablanca en la que el gendarme Louis Renault irrumpe en un casino y dice, como sorprendido, eso de «Qué escándalo, aquí se juega»: sus andanzas amatorias forman parte de la historia de la Transición, sin necesidad de pruebas, y mientras no afectaran a sus responsabilidades institucionales son solo de su incumbencia y, en todo caso, de la Reina Sofía.

Es cierto que comprobar tan vivamente la ramplona humanidad del Rey desterrado, enganchado a las faldas de una artista del montón, es decepcionante para quien tuviera mitificado al personaje, pero lo sustantivo de la historia no varía: es su vida personal y en esa cueva solo debe entrar quien reciba permiso del propietario.

Ya puestos a adentrarnos en el caso, la segunda y casi última lectura solo puede ser interrogarse por la intención de las grabaciones: da igual que las hiciera el hijo, el hermano o un paisano a sueldo de Bárbara Rey; lo único seguro es que las encargó ella y se las guardó durante lustros con la intención evidente de utilizarlas como herramienta de extorsión.

Y chantajear a un Jefe de Estado, por frívolas que sean sus intimidades, no puede solventarse con un debate mediocre sobre las tensiones entre la madre amantísima y el hijo ofendidísimo, como si eso fuera importante salvo a efectos de pelear por la audiencia televisiva, sino que obliga a la Justicia a actuar para determinar las responsabilidades penales en que hubieran podido incurrir los autores.

Porque tan cierto es que la vida privada no es asunto público como que las extorsiones merecen una respuesta del Estado de derecho, las padezca Agamenón, su porquero o el primero comportándose como los animales cuidados por el segundo.

Si de algo quieren tirar los detractores de Juan Carlos I, que siempre actúan con la inestimable colaboración de esta versión moderna del Rey Pasmado, tienen un único hilo razonable, si acaso es demostrable más allá de testimonios de antiguos espías ya fallecidos: los polvos son únicamente suyos, Majestad, pero si los lodos en forma de billetes para comprar silencios son de todos, ahí si tenemos un problema. Y otro si la confesora en cuestión, en algún momento de su larga trayectoria lasciva, fue tal vez una Mata Hari moderna y no una cortesana de extrarradio.