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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Esta democracia está sobrevalorada

Los partidos se han adueñado del sistema e impiden una reforma urgente

La democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás, decía con sorna Churchill, tal vez pensando en un dilema irresoluble: por qué valen lo mismo todos los votos, el del tonto y el del listo, el del novato y el del experto, el del leído y el del ágrafo, desde ese concepto de igualdad que sería despreciado en cualquier otro ámbito a excepción de éste.

Nadie diría que un estudiante de primero de Medicina tiene el mismo derecho a operar que un cirujano con veinte años de trayectoria, ni avalaría la ambición de un grumete a capitanear un barco pesquero en el Gran Sol ni le diría a un hijo, al cumplir los 18 años, que su casa va a dirigirse desde ese momento con arreglo a su criterio si sumado al de su padre o su madre alcanzaran la mayoría.

Se entiende, en casi todo, el mecanismo corrector de la experiencia, la relación proporcional entre la mayor responsabilidad y el ejercicio del poder, la prevalencia del conocimiento sobre el mero gusto y todos los supuestos agravios que quieran para desequilibrar el concepto sagrado de «un hombre, un voto».

Incluso en espacios tan aparentemente vanguardistas como el universitario, donde a menudo el birrete esconde prestaciones cejijuntas, se aplica implacablemente ese precepto: para elegir rector, no vale lo mismo el voto de un catedrático que el de un alumno o un administrativo, lo que limita las opciones de liberar a la institución del galopante nepotismo que la asola pero a la vez garantiza la promoción de los técnicamente mejor preparados.

Imaginen lo que se diría si, de repente, se defendiera abiertamente que el voto de un enmascarado del Frente Atlético no valiera lo mismo que el de César de la Fuente, el biotecnólogo español que ha resucitado moléculas de mamut para encontrar en la prehistoria antídotos contra infecciones del futuro.

La historia se escribe desde ese choque entre la evidencia de que el poder debe ser repartido y la decisión final privatizada en manos de quienes, previamente, han superado el filtro de la idoneidad por decisión delegada de sus supuestos iguales y quienes lo han ostentado por herencia, tradición, violencia o elección de una élite, con casos exitosos y terribles en ambos escenarios.

Trajano fue un gran emperador de Roma por sus reformas pioneras y su respeto a leyes que podían limitarlo; Cleopatra retrasó la dominación romana de Egipto, en ambos casos pese a ostentar poderes casi absolutos. Y Pedro Sánchez o Evo Morales, productos aparentemente democráticos, han impartido magisterio reaccionario como pocos en la época reciente.

Pese a ello, Churchill tenía razón y aunque los efectos perversos de que el doctor y el zángano valgan lo mismo en las urnas sean evidentes, mucho peores serían de conculcarse esa norma en favor del ideal platónico del «gobierno de los mejores», que hace aguas por la imposibilidad de definir una fórmula que seleccione a los auténticamente válidos y no a los más capaces de lograr, conservar o heredar un sillón en la aristocracia.

Por eso son importantes los partidos, que en realidad son la única herramienta práctica para evitar que la democracia acabe siendo un burdo rito de apareamiento cuatrienal en el que el ciudadano hace como si decidiera algo y el político hace como si el mandato ciudadano le fuera a condicionar.

Si el principal vehículo de la democracia carece de ella, el propio sistema se convierte en una partitocracia, que es una aristocracia de los peores, más funesta aún que la ingenua pero bienintencionada receta de Platón para conseguir que del Estado se encarguen los más capacitados.

El cesarismo de Sánchez contra el Parlamento, la Justicia, las reglas, la prensa y al final los propios ciudadanos empieza en el deterioro interno de su propio partido, una secta de feligresía muy limitada y gaznápira que le da la supuesta legitimidad para hacer en las instituciones lo mismo que perpetra en el PSOE, dotándose de una autoridad inexistente blanqueadora de todos sus excesos.

La democracia, en fin, estará eternamente secuestrada si no se entiende la necesidad de reformar su aplicación en los propios partidos, para liberarlos de los politburós pretorianos que secundan al faraón, imponen mecanismos clientelares de ascenso o exterminio e implantan una variante de despotismo analfabeto: nada para el pueblo pero que lo pague el pueblo.