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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Al final, la familia y un cura

Cuando llega la hora decisiva aparecen los que nunca fallan, no los supuestos amigos de Instagram

Se va al cielo un ser muy querido, en un adiós de madrugada de una rara serenidad. Y aunque la muerte ya era esperada, por la edad avanzada y los padecimientos de los últimos meses, siempre abruma la caída del telón que nos aguarda a todos, sin que sepamos la hora. El tanatorio en el centro de Pamplona resulta ser luminoso, de modernas formas minimalistas, con sofás y sillas de diseño y cuadros florales que se suponen relajantes, aunque realmente no cuenten nada. El velatorio se prolonga durante dos días, porque al parecer aquí no se entierra en fin de semana. Los deudos van pasando las horas en unas instalaciones que sin duda son excelentes, pero que presentan también un punto impersonal, como si la modernidad que se ha elegido aspirase a enmascarar la realidad del duelo, el dolor por la ausencia de las personas idas, la gravedad del momento.

Pero dos hechos aportan la debida solemnidad a esta hora. Son los familiares y un cura. Nunca se ve tan claro como en este momento aquello que tantas veces habíamos escuchado salmodiar a nuestros ancianos: «Desengáñaos. Al final, lo que queda, lo que nunca te falla, es la familia». Y así es. Vienen algunos buenos amigos, por supuesto. Pero no están aquí los amigos postizos de Instagram, que nunca lo fueron. Ni los supuestos amigos que en realidad son solo afables conocidos de algunas jaranas. Ni muchos de esos compañeros a los que confundiendo la esperanza con la experiencia a veces la gente eleva a la categoría de «amigos». En cambio los que sí están, todos, como un clavo, los que aparecen de no se sabe dónde, son los familiares. Esos no fallan. Algunos aparecen pasados por la máquina del tiempo. Tan cambiados que al primer golpe de vista apenas los reconocen. Pero aquí están. Ni siquiera se sabe bien cómo se han enterado. Su presencia supone la mayor muestra de respeto al difunto. Sus palabras traen el eco más bonito de las viejas memorias, de las que son los últimos guardianes.

Ya por la mañana se anuncia un responso en el propio tanatorio. Oficia un curilla sexagenario de ojos claros, gafitas de científico y una curiosa nariz chata de boxeador. Tiene tal cara de inglés que así te imaginas al Padre Brown de las novelas de Chesterton. Es sacerdote y también médico, según cuenta, y se lo ha tomado en serio. Antes de oficiar comparte algunas ideas que se le vinieron a la cabeza cuando en la víspera preparaba las palabras que ahora va a pronunciar. Lo ha trabajado. Su oficio consuela debido a su efectivo recordatorio de lo obvio: si somos creyentes, la persona que se ha ido está ya bastante mejor que nosotros. Si somos cristianos, en realidad nuestra tristeza -que ahora nos parece inevitable- carece de sentido, porque ella ya está disfrutando del perdón de Dios y tirando hacia arriba por los que todavía remamos por aquí abajo, distraídos por las alegrías y aflicciones de lo que no deja de ser una carrera hacia el fin que se acorta cada día.

Son mensajes que has escuchado muchas veces. Pero este cura que ha aparecido aquí, al que nadie conocía, los expresa con tal alegría y convicción que consuela, conmueve y ratifica. Por un instante, sus palabras inspiradas han logrado convertir un tanatorio impersonal del siglo XXI en la casa de Dios. Y eso no tiene precio.

Ahora todo ha pasado y queda una calma tristona. Queríamos mucho a Josefina, que a su modo, un poco excéntrico, irrepetible, tenía nobleza de espíritu y un sentido de la justicia blindado. Su principal misión en la vida fue indicar a sus tres hijos que por la vida hay que tratar de andar por el camino recto. En lo que los voy conociendo, que empieza a ser bastante, me parece que han tomado nota. Una gente muy buena. Ojalá se me vaya pegando algo.