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Pecados capitalesMayte Alcaraz

Gracias, Rafa

Aunque han querido hacer de él otro espantajo al que azotar porque no comulgaba con el pensamiento único, no han conseguido ni rozarle porque él sí creía en que España es un gran país por el que valía la pena luchar

Actualizada 01:30

No estábamos preparados para su despedida. La temíamos, la barruntábamos, incluso hubo quien se permitió decidir por él cuándo era el momento de irse, osó criticar si aquí o acullá, en la pista de Roland Garros o en los Juegos, tras su última victoria o como antídoto a la agonía. Porque así somos en España. Dando lecciones a quien nos ha salvado de la decadencia media vida suya y buena parte de la nuestra. Un país de atrevidos que todavía no sabe que se va lo mejor de nosotros, incluso alguien tan bueno y feliz de ser español que no parece de los nuestros. A medio camino entre el hombre y el héroe, Rafael Nadal Parera se marcha dando una última lección de educación, ese valor ancestral que casi, casi, es un paradigma aristocrático por su desuso, una reserva de elegancia que, por escasa en la vida pública española, parece excéntrica, rara, digna de épica.

Rafa se va y con él la mente más poderosa del deporte mundial. Como un viejo buque baqueteado por los empellones de las olas, Rafa marcha en lontananza y se lleva las mejores lágrimas de nuestra vida, los más sentidos quejíos, las urgencias de una tarde de domingo por demostrar a los gabachos que ese chico no era francés, sino de una isla del Mediterráneo español donde junto a George Sand, Chopin compuso algunas de sus mejores obras. Se lleva las horas más emocionantes en el viejo sofá de casa, las últimas alegrías compartidas de nuestro padre que ya no está.

Estábamos preparados para vivir el final de una época, los gritos del silencio de la tecnología, las máquinas decidiendo por nosotros, la muerte de la verdad, la entronización del algoritmo, la destrucción de las emociones, pero no para ver partir a Rafa, aquel al que los pintores clásicos hubieran retratado de haberle conocido para convertir en eterno, no su cadena muscular, sino su espíritu, su cerebro, esa fuerza mental que le llevaba a mandar sus huesos al martirio para ganar, porque el deporte no es participar como ridículamente defienden los gacetilleros de esta época. Porque, como mandan los cánones, en el deporte hay que vencer o, por lo menos, intentarlo como un Coloso, negándose a conceder la derrota, como esos mitos clásicos también nacidos, como Rafa, mediterráneos.

Aunque han querido hacer de él otro espantajo al que azotar porque no comulgaba con el pensamiento único, no han conseguido ni rozarle porque él sí creía en que España es un gran país por el que valía la pena luchar. En su marcha, solo hay agradecimiento: a su familia, a su equipo, a sus adversarios, a su gente, que somos todos los que le hemos querido y que no sabemos qué será de nuestra vida colectiva sin él en la cancha. Ah, y no era un tipo normal, era un grande que moldeó nuestros sueños. Que gestionó con la misma serenidad lo bueno y lo malo. Nunca sacó pecho en la victoria ni se escondió en la derrota. Un ejemplo de vida. Siempre nos transmitió un mensaje de esperanza. Por eso y por tantas cosas, gracias, Rafa.

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