Leopoldo
Pero me han comentado, que cada día que pasa, Pedro Sánchez se parece más en sus reacciones al difunto cocodrilo. Que sus asesores cuando son llamados entran en su despacho metafóricamente estercolados, que estalla, que grita, que tira al suelo los papeles, que estampa contra la pared piezas de cristal y porcelana
La última vez que le vi, en una agradable y espaciosa urna del Zoo de la Casa de Campo en Madrid, tuve la sensación de que le había cambiado el carácter. A peor. Lo tuve en mis manos cuando era un bebé, y mantuvimos una relación de incomprensión mutua durante años. En Sábado Gráfico, cuya sede y redacción se ubicaban en el número 10 de la calle de Covarrubias, nos reuníamos habitualmente con su director y propietario, Eugenio Suárez, los columnistas del semanario. Yo era el jovencito, con apenas 25 años. Todo un privilegio para ese jovencito compartir la tertulia con Antonio Gala, José María Stampa, Juan Pérez Creús, Néstor Luján, Álvaro Cunqueiro Y Chicho Sánchez Ferlosio, este último, siempre temeroso de que surgiera un policía y se lo llevara detenido por la canción que dedicó años atrás a Julián Grimau, fallecido en extrañísimas circunstancias en una comisaría de Madrid después de ser delatado, desde París, por Santiago Carrillo. Julián Grimau fue un destacado miembro del PCE del sector valiente y coherente, suegro de nuestro formidable Gabriel Albiac, el gran filósofo de El Debate. Y acudía también un distinguido militar, el comandante José Conde, que nos ponía al día de la situación militar. Y la tertulia se desarrollaba en la cercanía de la urna que ocupaba Leopoldo.
Leopoldo era un cocodrilo.
Todas las semanas, dos empleados de la Cocodrilería en la que Eugenio compró a Leopoldo, se presentaban en la sede de Sábado Gráfico —también de El Caso—, y renovaban el agua de un estanquito sito en un extremo de la urna. Para ello, sacaban a Leopoldo de su hogar, lo llevaban a los lavabos masculinos, y para advertir a los visitantes del imprescindible lugar, colgaban en la puerta un letrero con la siguiente advertencia. «Ojo, cocodrilo suelto». Antonio Gala, que en aquel tiempo escribía sus artículos en Sábado Gráfico, sintió la necesidad de acudir al referido ámbito urinario, no se fijó en el cartel, y cuando se hallaba en plena evacuación líquida, oyó a sus espaldas un desagradable bufido acompañado de un castañeo de dientes. Se volvió y ahí estaba Leopoldo, presto al ataque. Gala, con agilidad, golpeó con su bastón a Leopoldo, escapó del peligro e irrumpió en la tertulia visiblemente indignado: «Eugenio, o se va Leopoldo o me voy yo». Antonio era el articulista estrella. Y Leopoldo, con su urna, fue depositado durante unos días en el bar Balmoral de la calle de Hermosilla. Se comportó bien y tan solo se inquietaba cuando aparecía – corría el mes de junio—, Lorenzo López de Carrizosa, Marqués del Salobral, que se vestía durante los calores como una perdiz. Guayabera color hueso y pantalones rojos. Y ahí sí, cuando se acercaba vestido de esa guisa Salobral a Leopoldo, el pobre cocodrilo se irritaba hasta el punto de provocar agudo pánico entre los clientes. Eugenio fue invitado a llevárselo de ahí, y consiguió encajar al ya crecidito Leopoldo en el Zoo de Madrid.
Hoy me informan de que Leopoldo ha fallecido como consecuencia de su terrible carácter. Se golpeaba a sí mismo, se retorcía en escorzos imposibles y no dejaba en paz al resto de los cocodrilos.
No le deseo a nadie un final como el de Leopoldo. Pero me han comentado, que cada día que pasa, Pedro Sánchez se parece más en sus reacciones al difunto cocodrilo. Que sus asesores cuando son llamados entran en su despacho metafóricamente estercolados, que estalla, que grita, que tira al suelo los papeles, que estampa contra la pared piezas de cristal y porcelana, que imprevistamente, se ríe a carcajadas, y que no hay, por pesebrista que sea, humano que lo aguante. Y todo porque no ha conseguido desde el poder omnímodo tapar lo de Begoña. El marqués del Salobral, que, por otra parte, era un reconocido ornitólogo, falleció hace años. No es, por tanto, responsable de los ataques de ira del «Guapín horterín» como le dice Octavio, mi amigo asturiano que aguarda el final alegrando su vista con los paisajes de Llanes
«Está como una fiera», comentan en su entorno.
No le deseo que sufra un patatús, un pipirlete, y termine como el pobre Leopoldo.
No somos como él.