Nada más que podredumbre
¿Es aún posible poner en pie una democracia en la que no roben ni los hermanos, ni las esposas, ni los amigos, ni los ministros del todopoderoso presidente del gobierno de turno? Lo dudo. Ni siquiera lo pido ya
Siempre supe que los políticos profesionales eran gente corrupta. Sin excepción. Y que tal es el precio que los ciudadanos pagamos por el lujo, tan escaso en el mundo, de habitar en un sistema de libertades regladas. Nada, en esta puñetera vida, sale gratis. Puede que haya dictaduras que roben menos que esta democracia. A partir de ahí, uno elige su preferencia. La mía es que estoy dispuesto a dejarme robar discretamente, a cambio de quedar exento del Estado en mi vida privada. Los injustísimos impuestos pagan eso: nuestra libertad. En contrapartida, cualquier semianalfabeto ministro queda legitimado para gastárselos en señoritas de «petite vertu», que dicen tan elegantemente los franceses; en español, somos bastante más groseros con estas cosas.
Róbeme sin exceso y déjeme en paz: tal es la garantía básica de quien habita en cualquier país que no sea una dictadura. No es que resulte muy original. El nada reaccionario Saint-Just dejaba anotada esta tesis pocas semanas antes de ser guillotinado: «La libertad del pueblo está en su vida privada. No la perturbéis». No había cumplido aún los veintisiete en aquel verano de 1794. Y tenía razón en eso.
Hace mucho –tanto como el inicio de la democracia– que renuncié a cualquier participación política: ni voto ni pierdo mi tiempo, que a mi edad es sagrado, con gentes que se dediquen a esa curiosa variedad de bandolerismo. Me dejo sangrar, porque no tengo más remedio. Y, en el fondo, me da exactamente igual que quienes me desvalijen invoquen la sacrosanta letanía de «izquierda» o de «derecha», esas pésimas metáforas. Recuerdo haber escrito, hace la eternidad de un cuarto de siglo, un libro que llamaba a «Pensar contra la izquierda y la derecha». Naturalmente, no sirvió para nada. En este país la clientela sigue votando hoy contra los que mataron a sus abuelitos o a favor de los que mataron a los que mataron a sus abuelitos. Hace de esas horrendas matanzas casi un siglo. Allá ellos. Pero que sepan que hay quienes con esos cadáveres hacen dinero.
Cuarenta y seis años después del 78, en la política española no existe más que podredumbre. Tratar de corregirla es algo así como querer hacer de una sentina un palacio de cristal. Una burla. Al cabo, todo en el sistema español reposa sobre la base sólida de la corrupción. Desde el inicio, la corrupción nutrió las finanzas imposibles de los partidos políticos. También de los sindicatos. Y en esa corrupción política nacieron y proliferaron las larvas que hoy rigen cada engranaje –minúsculo o inmenso– del Estado. No, lo de Ábalos pagándose «amigas especiales» con cargo al pecunio público –o a los empresarios beneficiados por el pecunio público– no es una novedad. No hay constructor en España que no te cuente en privado cuáles son las tarifas regladas a través de las cuales ha obtenido, en el último medio siglo, la recalificación de terrenos. Y los más viejos todavía recordamos aquel primer entonces aún «escándalo» de las contratas de basuras, a través de cuya concesión prosperaron las finanzas del socialismo madrileño. ¡1981! A Alonso Puerta lo decapitaron en su partido por denunciarlo. Y todo perseveró en el PSOE viento en popa.
¿Podríamos volver al cero? ¿Empezar con una nueva Constitución que blindase la independencia judicial, que limitase al mínimo los gastos de partido, que redujese a un par de días las campañas electorales, que castigase con penas máximas las prácticas parasitarias que hoy hemos visto llegar hasta lo inimaginable? ¿Es aún posible poner en pie una democracia en la que no roben ni los hermanos, ni las esposas, ni los amigos, ni los ministros del todopoderoso presidente del gobierno de turno? Lo dudo. Ni siquiera lo pido ya. Me conformo con que el robo no lo ejecuten en complicidad con narcodictaduras del tipo sanguinario de la venezolana; me conformo con una exacción mesurada y no demasiado envuelta en cadáveres. Me conformo con que políticos, parientes y amigos no exhiban, como nuevos ricos, su desprecio hacia la pobre gente que paga sus ridículos lujos de pijo hortera. No es gran cosa, ¿verdad? ¿Es posible? Lo dudo.