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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Padre con 84 tacos

Al Pacino dice que le resulta «divertido», pero puede que en el futuro a su hijo no le haga tanta gracia ese alarde de egoísmo

Hay actores y actrices que con su sola presencia justifican ver una peli del montón, o incluso malucha. Vittorio Gassman, Cary Grant, Katharine Hepburn, Bogart, Toni Servillo, Ingrid Bergman, Fernán Gómez, Cate Blanchett… el simple hecho de verlos deambular por la pantalla ya constituye una forma de arte.

Con Al Pacino ocurre también. A veces se le va un poco la pinza con sus alardes histriónicos. Pero cuando fulmina la pantalla con esos ojos vacíos, mitad de perro apaleado y mitad de fiera rabiosa, es imposible no sucumbir a su magnetismo. Cada cinco o seis años vuelvo a repasar la segunda parte de El Padrino solo por verlo a él, pues el argumento me lo sé de memoria.

El padre de Alfredo James Pacino había llegado a Nueva York desde Sicilia y sus abuelos maternos venían del mismísimo Corleone, en curioso presagio del futuro papel de su vida, el de Michael Corleone en El Padrino. Los padres del actor se divorciaron cuando él tenía solo dos años y acabó con su madre en el Bronx, instalado en casa de sus abuelos, donde empezó a fumar y beber con solo nueve años. Fue un escolar temperamental y problemático, redimido por el teatro. Pero le costó despegar, con numerosos trabajos duros a salto de mata y muchas noches en el sofá prestado de amigos, o incluso dormitando a la intemperie.

Pacino tiene un Oscar y todo el reconocimiento que puede soñar un actor, pero a sus 84 años continúa en activo. También en otros frentes, pues el año pasado tuvo un hijo con una novia 54 años más joven que él, que ya no es su pareja. El niño se llama Roman y tiene ahora 16 meses. Pacino acaba de publicar sus memorias y explica que el móvil para dictarlas ha sido su deseo de que el día de mañana lo pueda conocer su hijo, el cuarto de los que ha tenido. Confiesa así un problema evidente: el inexorable reloj biológico dicta que padre e hijo van a coincidir en este mundo por poco tiempo.

Comentando el asunto, Al Pacino cuenta que «es divertido ser padre a los 84 años». Se equivoca de adjetivo. Lo que ha hecho no es divertido. Es más bien frívolo, egoísta e irresponsable. Ha traído al mundo a una criatura que no estará acompañada por su padre en los momentos más cruciales de su vida, asumiendo además riegos para la salud del niño, por los conocidos problemas de la procreación a edad tan avanzada. Lo que ha hecho es intentar agarrarse a la vida por persona interpuesta.

Esta viñeta del divo de Hollywood tiene interés, porque refleja una acusada tendencia del momento presente: la negativa a aceptar las realidades del envejecimiento y la muerte. Los plutócratas monopolísticos de Silicon Valley se sienten amos del universo que lo tienen todo y todo lo pueden. Pero hay dos cosas que son incapaces de comprar: la felicidad, que nunca es plena en esta vida agridulce, y la inmortalidad. Esa frustración los está llevando a inversiones multimillonarias en proyectos científicos que estudian cómo alargar la vida humana.

Hoy se coquetea con una suerte de adolescencia perpetua, enmascarada en el caso de muchos pudientes con forzados recauchutados faciales, pelo quirúrgico tintado de farandol, esfuerzos gimnásticos extenuantes y ropajes juveniles que no concuerdan con la partida de nacimiento. Al traer a un niño al mundo con 84 tacos, Pacino quiere sentirse inmortal, como en el sueño-pesadilla de Titono en la mitología griega. No ha asimilado nada de lo que le enseñaban en el Bronx sus abuelos católicos italianos: aquí estamos de paso y lo bueno está por venir.

Parafraseando a Cicerón, cabría recordarle que oponerse a las leyes de la naturaleza es luchar contra Dios. O dicho en plata: hacer un poco el ridículo.