¿De qué se ríe Álvaro García Ortiz?
Mira que la imputación del fiscal general del Estado, inédita en cualquier democracia que se precie, es de una gravedad extrema. Pero él, aun sabiendo que la investigación del Tribunal Supremo estaba a la vuelta de la esquina, ha seguido riéndose
El sanchismo tiene una deuda eterna con Freud. De hecho, la sanchología debería ser una materia troncal en psiquiatría. El fantasma del psicoanalista checo posee un filón en las carcajadas, en las risotadas, en las sonrisas grotescas del régimen. Confieso que mi preferida, porque está pidiendo un diván a gritos, es la del número 1. Aquella de medio minuto para chotearse de Feijóo en su fracasada investidura de hace un año. Pedro ríe como las hienas cuando están nerviosas o se sienten amenazadas; ríe como si estuviera asestando una puñalada a nuestra tranquilidad emocional, a la estabilidad institucional, a la moralidad pública. Ríe con la mandíbula crispada como si fuera a estallar, con esa tensión maxilofacial que solo se alcanza al borde de la enajenación, con un bruxismo que amenaza con desportillar los piños.
A rebufo de la risa del protagonista, las hay de reparto no menos estimables. Por ejemplo, la de Patxi López cuando corre por los pasillos del Congreso para no probar del cáliz de las víctimas de ETA a las que ha traicionado; la de Francina, pies para que os quiero huyendo de su cariño por Koldo y por las mascarillas fake; la del valido Bolaños riéndose mientras repite el último eslogan monclovita; o la de Pilar Alegría cuando, haciendo honor a su apellido, se regodea a la vez que difunde trolas en la sala de prensa del Consejo de Ministros. Alguien les ha dicho a los trompeteros sanchistas que sigan el magisterio de la Pantoja a Julián Muñoz con aquello de «dientes, dientes, que es lo que les j…». Por eso, el alguacil alguacilado Álvaro García Ortiz nos obsequia con un anuncio de profidén cada vez que le enfocan las cámaras. La plurinstitucional sonrisa del régimen.
Mira que la imputación del fiscal general del Estado, inédita en cualquier democracia que se precie, es de una gravedad extrema. Pero él, aun sabiendo que la investigación del Tribunal Supremo estaba a la vuelta de la esquina, ha seguido riéndose. Se rio cuando participó en un mitin electoral del PSOE allá por 2019 a pesar de su condición de fiscal, echó sus carcajadas el día en que el CGPJ le consideró no idóneo para el cargo que le había regalado Pedro Sánchez; se desternilló cuando quiso archivar el caso Tsunami para no enfadar a Puigdemont o el de Begoña para mantener el tipo ante el jefe; hizo lo propio cuando el alto tribunal anuló el ascenso de su mentora, Lola Delgado, acusándolo de 'desviación de poder'; se rio cuando vulneró el derecho a la defensa y la confidencialidad de los datos fiscales de la pareja de Ayuso; se tronchó cuando Pedro y la catedrática Gómez le saludaron en un acto real en lo que tenía toda la pinta de ser una concentración de imputados; anteanoche en TVE se sonreía mientras amenazaba a la derecha con que «si yo quisiera hacer daño a un determinado espectro político, tengo información de sobra»; y ayer se partió la caja cuando la junta de fiscales que él había nombrado avaló parcialmente lo que había decidido sin consultarles: seguir riéndose en nuestras barbas a la par que genera un problema reputacional al Ministerio Público de proporciones estratosféricas.
Yo soy partidaria de la alegría, pero ¿de qué se ríe Álvaro García Ortiz si la peli es de terror?