Zarina
Mi amiga, la empresaria peluquera de perros, fue detenida como consecuencia de una denuncia. –Nos tiene que acompañar a comisaría, señora. Está acusada de provocar un suicidio canino por tintar de rosa a una perrita acostumbrada a ser blanca–
Me topé en Madrid con una amiga en la advertencia del otoño. Yo soy invierno y ella, mujer de primeras hojas caídas. Valiente empresaria. Hace años, lista como los ratones colorados, y con el objetivo absolutamente honesto de ganar dinero, invirtió sus ahorros en una peluquería para perros. No perros y gatos, sólo para perros, que los felinos le producen rechazo. Y le ha ido muy bien. Ha traspasado su negocio y vive, con todo merecimiento, de las rentas. Y me contó el caso de la perrita Zarina, propiedad de una adorable mujer, mucho más joven, que tuvo la fortuna de encontrarse con un ruso de la mafia de San Petersburgo, según ella adorable y con el que era infinitamente feliz. A mí, la felicidad me emociona.
Ella, la adorable mujer, se entregó de cuerpo y alma –más de cuerpo que de alma–, a Vladimir. Y Vladimir, además de otras muestras materiales de la gratitud, ruso de setenta años, regaló a Luisa Vanessa una perrita blanca, mínima y graciosa, un tanto enfadada con el mundo porque siempre gruñía cuando no había necesidad de ello. Y todas las semanas, la adorable amante de Vladimir, llevaba a Zarina, a su perrita, mitad canina mitad paloma, a su peluquería.
No reparaba en gastos. Zarina, después de ser atendida, abandonaba al local igual de insoportable que cuando accedió, llevada con un mimo maternal de muy complicada superación.
Los días de lluvia, para superar el paso de siete metros entre la calzada y la peluquería, Zarina se cubría con una gabardina confeccionada a medida, y una gorrita inglesa que impedía que se mojara en tan breve tramo. Normalmente, la factura de corte de pelo, rizado, rulos y demás exquisiteces, superaba los 600 euros. Ella, la adorable joven, votaba a Podemos, pero en un arranque de coraje ante las desigualdades de la vida, optó por abandonar Podemos y votar a Yolanda Díaz, el partido de la chica de Fene y el descolonizador Urtasun. Mi amiga le preguntó si no deseaba tener con Vladimir un hijo en común, y ella soltó una carcajada. Descansada de la risa, le exigió a mi amiga que procediera a tintar el rizado pelo de la dichosa perrita de rosa.
La factura alcanzó los mil euros, que la adorable joven de Sumar, pagó al contado.
Pero sucedió un drama imprevisto. Al llegar al piso que Vladimir, casi siempre ausente por sus negocios, le pagaba en uno de los mejores barrios de Madrid, se ubicaba a la derecha un espejo para que la joven estalinista se mirara en él, y un espejuelo rectangular a ras del suelo, para que Zarina hiciera lo mismo. Entraban en casa, se miraban al espejo al unísono, y pasaban al comedor. La chica de Vladimir, comía ensaladas y productos muy enfrentados con la obesidad, en tanto que Zarina, como buena rusa, gustaba de los blinis de caviar, salpicón de Chatka, y de postre, pedacitos de melón Cantelou, el anaranjado francés de toda la vida.
Pero aquel día, de vuelta de la peluquería, Zarina se puso histérica al verse de rosa. Hay que comprender a la perrita. Toda la vida de blanco, y de golpe, rosa. Creyó que había dejado de ser el amor de la chica de Vladimir, y que tenía una competidora en el trono familiar. Y como lo cuento. Zarina se miró de rosa, no le gustó, mordió a su ama y casi madre, corrió enervada por los pasillos, mordió tres o cuatro almohadones, accedió a la terraza, y toda rosa ella, rosa de Pitiminí, rosa de bote, saltó al vacío y no fue capaz de sortear la acera. Murió en el acto, lo cual forma parte de la más estricta realidad.
La casi madre, la chica de Vladimir, se desmayó del disgusto.
La Policía Municipal se presentó en pocos minutos rompiendo el aire con toda suerte de sirenas.
Zarina fue enterrada en un elegantísimo cementerio de perros, con una lápida que decía: «Zarina, mi amor».
Mi amiga, la empresaria peluquera de perros, fue detenida como consecuencia de una denuncia. –Nos tiene que acompañar a comisaría, señora. Está acusada de provocar un suicidio canino por tintar de rosa a una perrita acostumbrada a ser blanca–.
Por fortuna, el juez instructor desestimó la denuncia.
Mi amiga, traspasó la empresa con grandes beneficios.
La mujer que odiaba a los niños y amaba a las perritas, muy de izquierdas ella, cambió de amante.
Y ahora se dedica a adorar a los loros, esos seres tan simpáticos y divertidos. Su nuevo amor, Nikolai, está encantado con ella.
Y es lo que digo. Donde esté el amor, el resto es innecesario.