El tren de la bruja
Todo en España funciona ya como los trenes, con una Administración inútil que además te confisca
Coger hoy un tren es una aventura de riesgo como viajar en el Transiberiano o cruzar la América desierta en una locomotora a carbón: puede descarrillar, pararse a oscuras en un túnel, quedarse sin refrigeración y salir o llegar con más retraso que una explicación de Pedro Sánchez sobre la corrupción que le rodea, la peor y más masiva desde que existen registros fiables.
La chulería de Óscar Puente, que estaba en Lugo recogiendo un premio del montón mientras pasaba de todo en Madrid y al ser preguntado por esa anomalía se hizo el ofendido, añade al desperfecto una humillación: quienes deben dar explicaciones se han acostumbrado a exigirlas, como si buscar y encontrar una respuesta a los más variados asuntos públicos fuera una tropelía en lugar de un derecho.
Los trenes no son una excepción, sino la confirmación de una norma sangrante: en la Administración Pública casi nada funciona en tiempos y formas, como en la época del «Vuelva usted mañana» del célebre artículo de Larra.
Conseguir que te cojan el teléfono en un centro de salud es más difícil que ser agraciado por la Bonoloto, sin ninguna justificación aparente: ya pueden decir que los ambulatorios están colapsados que, en realidad, vas allí por la tarde y hay más personas en la recepción sin atender las llamadas, por alguna razón inexplicable, que en las salas esperando consulta.
Y lo mismo ocurre en la Seguridad Social, en Hacienda, con las citas virtuales y las gestiones electrónicas y en la práctica totalidad de las ventanillas de una Administración que, paradójicamente, gasta más recursos que nunca en la historia: hay más empleados públicos, sus retribuciones no han dejado de crecer, su coste unitario casi duplica al de un trabajador de idéntica categoría en el ámbito privado y los 'derechos' en especie han prosperado en forma de teletrabajo, días libres, guarderías, jornadas reducidas o intensivas y un largo listado de ayudas, exenciones y mejoras que no alcanzan al resto.
Además, se pagan más impuestos que nunca en la historia, con hasta 80 sablazos fiscales desde 2018, y los que se anuncian para ya mismo, que asfixian a la alicaída clase media y provocan un fenómeno indecente que la política resuelve agudizando las recetas que lo han provocado: más presión fiscal y más gasto en una industria política que llama Estado de bienestar al bienestar del Estado.
Hace cuatro décadas, una familia sin estudios sacaba adelante a sus tres hijos y compraba una vivienda, con un único sueldo en casa. Hoy, una pareja de licenciados no llega tranquila a fin de mes y como mucho aspira a alquilar un cuchitril a precio de palacio.
El que trabaja hoy en día, y muchos no lo hacen por pura holgazanería alimentada por un Estado clientelar que intercambia pagas por votos, trabaja más que nunca, paga como nunca y recibe menos que nunca.
Ya ni siquiera puede coger un tren en Alcorcón para irse a currar de madrugada a Madrid, comer un bocadillo frío y volver derrengado de noche con la seguridad de que lo hará a tiempo, sin sufrir un percance y malgastar sus maltrechas energías en sobrevivir en un andén colapsado o un vagón lúgubre.
La corrupción es un ataque emocional a la dignidad del ser humano, pero el verdadero atraco es un sistema feudal que ordeña a los ciudadanos para sufragar los lujos de sus ganaderos y, cuando le duelen las ubres, recibe por respuesta a un Óscar Puente despectivo y a cuatro sindicatos anunciando una huelga para sacarnos todavía más y darnos a cambio aún menos.
Pagamos todo a precio de AVE, pero nos corren a escobazos en un tren de la bruja.