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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

«Todos estamos rotos»

Disculpen la incorrección política, pero supone un desprecio a los auténticos enfermos la moda de convertir cualquier revés en un «problema de salud mental»

En 2016, Bruce Springsteen, hoy de 75 años, publicó su autobiografía, «Born to run». Un libro muy interesante y bien escrito, aunque no tan extraordinario como «Crónicas», las hipnóticas memorias de Bob Dylan (que también lo supera en sus canciones, aunque no en las tablas).

Springsteen, católico, procede de dicharacheros ancestros italianos por la rama materna, mientras que la paterna viene de pioneros holandeses llegados a las colonias en el XVII. El drama de su vida, que lo ha marcado siempre, es su cisma con su padre, Douglas, un obrero taciturno, depresivo, que apenas hablaba e iba saltando de un empleo a otro allá en New Jersey, desde conductor de bus a operario fabril. La relación entre ambos fue pésima. Al padre no le gustaba aquel hijo, al que veía débil, y más tarde, sin un propósito serio. Y al chaval le era imposible acceder a su remoto progenitor, acantonado tras un muro de tristeza. La rutina consistía en que Doug llegaba achispado a casa, se sentaba a la mesa de la cocina, apagaba las luces y se quedaba allí horas, ventilándose un paquete de seis latas de cerveza. Resultan tristes, casi dickensianas, las páginas en las que la madre envía al niño Bruce al bar, para que saque a su padre de la barra y le implore que vaya a casa.

Poco antes de morir, con el artista ya en el cénit, el viejo condujo hasta la casa de su hijo para decirle esta frase: «Tú nos has hecho mucho bien, pero yo no me he portado bien contigo». El músico asegura que son las palabras más importantes de su vida. Poco antes de morir, Douglas Springsteen fue diagnosticado con esquizofrenia paranoide. Si se le hubiese tratado a tiempo, él y su familia se habrían ahorrado un sinfín de amarguras.

Cuando tenía 32 años, Springsteen acudió a una fiesta y al ver a la gente pasándoselo bien sufrió un brote de angustia inexplicable. Fue el primer aviso de que había heredado la dolencia de su padre y de otros familiares. A partir de ahí empezó a medicarse. Al cruzar la raya de los sesenta, la depresión lo azotó de una manera tremenda un par de años. El mero hecho de levantarse de la cama le suponía un esfuerzo supremo. Solo pensaba en la muerte, sentía ansiedad ante los espacios abiertos, a ratos rompía a llorar sin consuelo y sin razón aparente. «Mi mujer me veía como un tren cargado de nitroglicerina acelerando hacia el descarrilamiento, así que me llevó a un médico y le dijo: ‘Este hombre necesita una pastilla’».

Con todo esto quiero decir lo evidente, lo que todos conocemos: existen enfermedades mentales que dañan y lastran a las personas y que merecen la cuidadosa atención de un especialista. Pero el sufrimiento real de esos pacientes está siendo banalizado últimamente por la penúltima campaña ideológica de la izquierda: convertir todo en «un problema de salud mental», acorde a su gusto por eliminar la responsabilidad personal y buscar siempre un culpable exterior al que achacar nuestras fallas y fallos.

El último ejemplo ha sido Errejón, con la jerga pedante y abstrusa de su carta de dimisión. En ella achaca su mal comportamiento al «neoliberalismo», a la «subjetividad tóxica» —que ya nos explicará qué es— y al «heteropatriarcado». Todo eso lo ha llevado a «un proceso de acompañamiento psicológico». Cualquier cosa menos asumir que has tenido una mala conducta moral, pedir perdón y abrazar la voluntad de corregirte.

Ojeo la prensa dominical. El cantante híper progre Ismael Serrano revela que está «en terapia». Una actriz que no conozco, una tal Ester Expósito, concluye que «todos estamos rotos por dentro», por lo que nos aconseja «romper los tabúes» y «dar visibilidad a los problemas de salud mental».

Vamos a lanzarnos por el tobogán de la incorrección política: más que poco visibles, empiezan a serlo demasiado, porque se están inflando artificialmente, al catalogar como enfermedad estados de ánimo que no constituyen una patología. Se hace así de menos a los que sí las padecen y precisan buena atención especializada.

Si te despiden, si sufres un revés sentimental, si muere un ser querido, si te diagnostican una grave enfermedad, si se esfuman tus ahorros… vas a estar hecho papilla, a lo peor durante muchos meses. Pero eso nunca se había llamado hasta ahora «problema de salud mental». Son los tropiezos inevitables de la condición humana, que hoy la Generación Copo de Nieve, que se derrite con cualquier cosa, pretende hacer desaparecer por ensalmo mediante «los cuidados», «el acompañamiento psicológico» y «la recomposición de la estructura física y emocional», que diríamos en idioma errejonista.

El «Keep calm and carry on», el aprieta los dientes y sigue adelante de los carteles ingleses de la II Guerra Mundial, ya no se estila. Ahora «todos estamos rotos», todos somos «víctimas» y nadie es responsable de nada. Intentar sujetar las riendas de tu propia vida y confiar en Dios se ha convertido en una opción de reaccionarios, que desprecian lo que la ñoñería obligatoria llama «las políticas de cuidados».