Dos horas entre pasmarotes
Que no haya lugar a equívocos. No escribo esto como una crítica a la burocracia del Departamento de Estado ni nada parecido. Lo hago como reflexión sobre lo que allí vi entre los cientos de personas que me rodeaban en las sucesivas colas
Cuando ustedes lean esto, espero estar volando hacia Nueva York desde donde pretendo escribir sobre las elecciones del próximo martes 5 de noviembre. Son las terceras presidenciales norteamericanas que cubro sobre el terreno, pero esta columna no está dedicada a eso sino a lo que enseña la experiencia de cómo llegar hasta aquí. Comprendo que hoy debería escribir sobre la UCO entrando en el despacho del fiscal general del Estado o de Begoña teniendo dos cargos más. No he podido. Ha habido algo que me ha dejado tocado.
A diferencia de lo que me sucedió en las elecciones de 2000 y 2004, cuando viajé sin visado alguno, la Embajada de los Estados Unidos en Madrid me advirtió de la necesidad de obtener un «visado I» si tenía intención de escribir desde América. Sé cuán inútil es discutir sobre la burocracia y mucho más con quienes la encarnan. En mayo de 2007 tuve el privilegio de ser invitado a volar con la secretaria de Estado Condoleezza Rice desde Washington a su gira por Europa: Berlín, Viena y Madrid. Y para hacerlo requería un visado específico. El ser invitado por la secretaría de Estado me agilizó un poco los trámites. Pero no tanto. Así que la semana pasada rellené en mi despacho el formulario de solicitud del visado —operación que me llevó 70 minutos— y me dieron cita el jueves 24 a las 10,00. Llegué a la puerta de la sección consular en la calle Serrano de Madrid a las 9,40. Había más de medio centenar de personas.
Esa primera cola hasta cruzar la puerta duró 35 minutos. Funcionarios de la embajada advertían que no se podía entrar con tabletas y al llegar a la puerta advertían de la obligatoriedad de apagar los teléfonos móviles. Afortunadamente, yo había preguntado sobre esto porque recordaba lo que sucedía en 2007 cuando estuve en trámite parejo en esas dependencias. Una vez que se superaba la puerta de la calle se hacía otra cola para pasar el control de seguridad; una vez dentro del edificio se hace una primera cola en un amplio hall en el que en la pared de mármol están inscritos los nombres de todos los norteamericanos que han encabezado esa legación, empezando por Benjamin Franklin en 1777. Ahí se espera parte del tiempo de pie y parte sentado.
Por fin se pasa a la sala en la que están los funcionarios que expiden los visados. En una primera cola te toman las diez huelas dactilares, leen mi carta de acreditación redactada por mi colega Luis Ventoso y me dan el visto bueno para que pase a la siguiente cola, la más concurrida, que concluye con una conversación con una funcionaria encantadora que empieza por preguntarme mi profesión y tan pronto como le digo que soy periodista me pregunta si voy a cubrir las elecciones presidenciales y tras volver a tomarme parte de las huellas —esta vez solo de la mano derecha— se pone a dialogar conmigo sobre estas elecciones mientras rellena lo que ella tenga que rellenar. Se queda con mi pasaporte y me despide. Este último paso no ha durado más de dos o tres minutos. Pero el trámite completo, desde que llegué a las 9,40 han sido dos horas y diez minutos.
Que no haya lugar a equívocos. No escribo esto como una crítica a la burocracia del Departamento de Estado ni nada parecido. Lo hago como reflexión sobre lo que allí vi entre los cientos de personas que me rodeaban en las sucesivas colas. Durante todo ese tiempo, el único individuo que llevaba un libro era servidor de ustedes. El resto de los centenares de personas que allí había, despojados de sus móviles y tabletas no tenían nada que hacer. Podrían haber acudido con unos periódicos en papel, pero tampoco. A casi nadie se le ocurre ya comprarlos.
Durante dos horas, mientras disfrutaba de una novela de la que creo que les hablaré mañana, ojeaba de vez en cuando a todos esos compañeros de aislamiento a los que cada vez más se les acentuaba la cara de pasmarote. Desposeídos de sus móviles, estaban desnudos ante el aislamiento al que te somete un trámite burocrático. El móvil no es la solución para todo. Y somos casi tan dependientes de él como un drogadicto de su dosis.