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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Utiel, que fue

Quienes se atrevan a ver más allá de las imágenes saben la horrible cifra de cadáveres que acabarán por ser contabilizados cuando el agua baje. Aquellos que un día estuvieron allí, en eso que ahora no se ve, en las calles de este pueblo sumergido, saben que algo ha muerto para ellos

Esa calle, en la foto, fue escenario de juegos que olvidé, pero que, a veces, me rinden visita en vagos sueños que no dejan rescoldo. Pero la de la foto es otra, que ni siquiera puedo llamar calle: un cenagal sobre cuyo ímpetu flotan a la deriva coches, árboles, deshechos matorrales, tablas, juguetes rotos…; sé también, porque lo leo en los periódicos, que consigo arrumba personas, demasiadas personas. Ni siquiera sabremos, hasta que pasen los días, a cuántos de ésos a las que piadosamente llamamos «desaparecidos», habremos dar nombre propio de «muertos».

No hay asombro, no hay cólera. Asombro es asomarse a lo que no se ajusta a las redes que rigen las enmarañadas leyes de la materia. No, el mundo en el cual vivimos no es ese que Jorge Guillén decía estar «bien hecho». Ni la naturaleza se ajusta al estupor estético al cual da Beethoven sonido en el inicio de la Sexta. «Bien hecho» puede decirse sólo de lo «hecho»: de los anonadantes versos de Guillén, de los acordes luminosos de Beethoven. Nada hay más insultante que esa boba atribución de bondades a una Naturaleza, erigida en bondad suprema que sufriría atormentada por los malvados hombres. Nada hay más inconscientemente criminal que ese ecologismo que atribuye a los paisajes virtud deífica o sanatoria. Si es deífico el aroma del tomillo, ¿por qué no conceder idéntica calidad a la irrupción matemática de un tumor canceroso? No seamos niños: tan natural es lo uno como lo otro; tan natural el esplendor del firmamento en los paisajes otoñales, como el bramido de destrucción y muerte con el que esos mismos elementos naturales nos borrarán de su camino. Giacomo Leopardi da ese atónito desvalimiento del minúsculo humano ante la indiferente déspota a la que llamamos Naturaleza: «En nada la naturaleza tiene más estima o cuidado / por la semilla del hombre / que por la de la hormiga».

Pero, bajo esa torrentera de agua sucia y barro, hubo una vez un niño que jugaba. Ni siquiera podrá ahora evocar sus raíces allí. No las tenía. El niño era hijo de una maestra nacional, de destino en destino, efímeros todos. Su cuna no fue un lugar; lo fue el funcionariado. Nunca lo lamentó: eso lo puso a salvo del necio entusiasmo de los devotos del terruño, de esos a los cuales el enorme Georges Brassens daba, en 1972, nombre: «los imbéciles felices que nacieron en algún sitio». Tiene sus incomodidades, desde luego, no estar anclado en nada. No es garantía, tampoco, de libertad. Pero ayuda. A mí, al menos, me ayudó más que razonablemente a verlo todo con cierta distancia saludable. No ser de ningún sitio. Tan sólo haber estado. En muchos. Y saber valorarlos. En lo que son.

Y es ese haber estado el que me hiere ahora ante las fotos. Quienes sólo las ven, percibirán un torrente de color marrón sucio, sobre el cual flotan los residuos más solitarios: un coche volcado, una mesa, sillas, ropa, puede incluso que algún libro. Quienes se atrevan a ver más allá de las imágenes saben la horrible cifra de cadáveres que acabarán por ser contabilizados cuando el agua baje. Aquellos que un día estuvieron allí, en eso que ahora no se ve, en las calles de este pueblo sumergido, saben que algo ha muerto para ellos. Que ni sus sueños ni sus pesadillas los harán volver ya a aquel mismo sitio.

Epitafio.

La gran nevada del año 1958 me vuelve de pronto. Es la evocación intemporal del Utiel de mi infancia. La pasé encerrado con el más cegador de los cuentos de Andersen, que habla de hielo, y nieve, y geometría. La hermosa nieve de entonces, la turbia torrentera de ahora… Preciso es exorcizar este presente inaceptable. En la penumbra de la biblioteca me vuelve, inesperadamente, el bello poema de mi amigo Luis Alberto de Cuenca. Nacimos por las mismas fechas; muy similares son nuestros fantasmas estéticos. Si alguien me escuchara ahora recitarlo, pensaría que estoy loco. No me importa. Susurro entre los libros:

… Quiero volver atrás, al tiempo en que las cosas

no eran tan complicadas, y el amor no era odio

y la nieve era nieve, y la paz y la guerra

eran palabras únicas, distintas, inequívocas,

y no la doble cara de un mismo aburrimiento…

También para un apátrida hijo del funcionariado hubo ese inmerecido tiempo. Y la nieve fue nieve. Y ahora sólo entrevé cuán fue su privilegio.