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Kamala Harris debería hacerse europea. Aquí, en el viejo y declinante continente, figuras como ella tienen más futuro que en su país. Y si quiere atinar un poco más, España es su solución, hoy casi una isla de Gobierno inútil y sectario, que levanta muros contra las mayorías para defender a las minorías. La izquierda política y mediática española se ha pasado dos meses sacando lustre y abrillantando el perfil de quien solo es una inane dirigente demócrata, el clavo ardiendo al que se agarró su irresponsable partido cuando comprobó —oh, qué sorpresa— que Joe Biden estaba para sopitas y buen caldo y, si acaso, una tarde de merienda y cine con su nieta. Llevaba medio mandato demostrando que tenía menos reflejos que Yolanda Díaz depurando a Errejón, pero tuvo que ser el ya presidente electo, Donald Trump, quien lo mandara a la lona en el primer debate que mantuvieron en Atlanta.

Entonces, a los demócratas, tan exigentes ellos con el Partido Republicano, les importó una higa el proceso de primarias. Por la puerta de atrás, la vicepresidenta Harris sustituyó como candidata al potus con tarjeta dorada de Renfe. Lo que nunca demostró desde la Casa Blanca, la progresía europea, y especialmente la española, se empeñó en reivindicar. Aunque querían a Michelle Obama, la mujer del expresidente se negó a ser deglutida por Trump. Si tenía que quemarse alguien en el altar de la improvisación que fuera Kamala, con menos luces que un triciclo. Los Obama también se han cubierto de gloria.

El papanatismo de la izquierda española —en un ejercicio similar al que se dispensó a nuestra Yolanda— ha llevado a gastar horas y horas de televisión en panegíricos que no se creían ni los más conspicuos analistas. Mientras tanto, los americanos decidían su voto no por lo que digan nuestros politólogos de sofá y americana de diseño, sino por la débil economía americana, la subida de los carburantes, la inflación galopante y, sobre todo, la necesidad de afrontar el problema de la inmigración. Pero aquí estábamos entregados a la cultureta woke: que si Kamala es mujer, que si negra, que si defiende a los transexuales, que si arriba el aborto, que si abajo el cambio climático, que si animalismo al poder. Todo muy cool, pero nada de esa chatarra ideológica soluciona los problemas del americano medio, harto ya de que le impongan una nueva religión laica, cuyos mandamientos los escriben las élites urbanas, dirigidas por el lobby de minorías de género, que jamás han pisado la América profunda y trabajadora, y que recetan hamburguesas de tofu mientras ellos se meten guisos de venado entre pecho y espalda. De hecho, Harris ha perdido apoyos entre las mujeres, los negros y los latinos. Pleno de aciertos.

De nuevo, un experimento de laboratorio que confunde los deseos de muchas clases dirigentes europeas con la realidad tozuda en los hogares de las clases medias. Por más que Trump no sea el ejemplo de líder del mundo moderado que la compleja situación internacional demanda, por más que pueda balancear la política exterior norteamericana hacia su peligroso amigo Putin, por más que pueda poner en más de un aprieto a la holgazana UE que sigue sin hacer los deberes en materia de Defensa, por más que su guerra comercial con China termine repercutiendo en nuestro frágil tejido productivo, lo cierto es que la democracia va de eso y una mayoría de 292 votos electorales frente a 224, han decidido que lo de Kamala es un camelo. Yo lo comparto y su propia hoja de servicios lo proclama a gritos: es la vicepresidenta americana con menor nota de toda la historia. Se ha dedicado en la Casa Blanca a limarse las uñas por la mañana y pasarlo a limpio por las tardes.

Han edificado su seudoliderazgo sobre una mentira: ni es la primera mujer que gobernará un país importante (de Thatcher a Giorgia Meloni hay una larga nómina) ni es una mulata que haya sufrido racismo ni vivido en el lumpen, sino que es hija de una familia acomodada que pudo estudiar en Howard y convertirse en fiscal primero de San Francisco y finalmente del Estado. Esconderse tras un puñado de celebrities de Hollywood no te pasaporta a ninguna parte, salvo al ridículo; glamuroso, pero ridículo al fin. La solvencia no la otorga la sonrisa de Scarlett Johansson o los seductores ojos de Leonardo DiCaprio. Esto no va de marketing político. Va de que las democracias liberales están devorándose entre ellas mientras las autocracias están cada vez más unidas. Y Europa asiste a este desafío con líderes cuyo cerebro es lo más parecido al hueco del Donut.

Ahora la buena de Kamala y su admiradora número uno Yolanda Díaz pueden quedar para comprar esos trajes blancos sufragistas que gastan y comparten con Nancy Pelosi y Hillary Clinton, símbolos de un progresismo más cercano a Gucci que al taller o la fábrica donde trabajan sus potenciales electores. Y todas ellas, impolutas, quedar en un café de la Sexta Avenida —Yoli tiene el Falcon a su disposición— para jugar a los dados. A ver si consiguen ganar en algo.