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Un mundo felizJaume Vives

Bienvenidos al infierno

La alerta llegó cuando muchos ya habían fallecido, y la ayuda, cuando los voluntarios ya habían aprovisionado de alimentos a todos los vecinos y les habían facilitado palas, cubos y brazos dispuestos a trabajar

Si la semana pasada hablábamos de cómo la belleza emerge del fango y se hace presente en las zonas afectadas por la gota fría, pues a Dios el sufrimiento del hombre nunca le es ajeno (Jaume Vives | «El cielo está en Paiporta»), hoy toca hablar de la otra cara de la moneda. El mal no necesita fango para emerger, pues es capaz de enfangarlo todo.

El caos que existe en las zonas afectadas es algo parecido al infierno. Es como si alguien hubiera echado una maldición sobre esas pobres gentes. Las autoridades parecen incapaces de comunicarse y ponerse de acuerdo. Es como si hablaran lenguas diferentes y los gritos de unos no dejan escuchar los berridos de los otros.

Y eso conduce a una descoordinación que tiene gravísimas consecuencias. Centros de salud improvisados que se quedan sin medicamentos (a pesar de que los hay), bomberos procedentes de otras regiones que se quedan sin cena y al día siguiente tienen que trabajar, ambulancias que no saben dónde entregar los enfermos y funcionarios que se apoyan en los voluntarios porque, si lo hicieran en los de arriba, trastabillarían.

Esta mezcla de inoperancia y calculada estrategia política ha convertido el toma y daca de los responsables en una soga al cuello para las víctimas. Los jefes, quienes deberían haber puesto a trabajar a todo el mundo bajo un mando único, están chapoteando en el barro para intentar vencer al otro en el relato, pero mientras chapotean, llenan de mierda a todos los afectados.

Los coches tenían que estar todos retirados hace días, para poder sacar los escombros, y así poder cargar todo el barro – convertido en una trampa mortal infecciosa– y sacarlo de las poblaciones.

Pero los de arriba estaban tan preocupados jugando a su festival de camisetas mojadas echándose barro unos a otros, que tuvieron que ser los voluntarios quienes, con una coordinación notablemente mejor que la de las autoridades, empezaran a retirar coches y escombros y a mover barro. Sin olvidar, claro está, proveer de alimentos y medicinas a todos los afectados.

Y mientras hacían ese trabajo de hormiguitas junto a los vecinos, tuvieron que soportar encima salpicaduras infectas de quienes decidieron convertir las calles embarradas en un campo de batalla donde retozar como cerdos.

Es sorprendente que a algunos les extrañe que las víctimas obsequiaran con un poco de barro a quienes los habían manchado primero.

La alerta llegó cuando muchos ya habían fallecido, y la ayuda, cuando los voluntarios ya habían aprovisionado de alimentos a todos los vecinos y les habían facilitado palas, cubos y brazos dispuestos a trabajar.

Los auténticos responsables de la máquina del fango tendrían que agachar la cabeza, pedir perdón y desgastarse hasta la extenuación para ayudar. Pero han preferido seguir con sus cálculos y estrategias políticas intentando mantener el culo limpio mientras condenan a otros a ensuciarse con barro pútrido.

Y luego está la prensa, una suerte de camarógrafos personales de aquellos que retozan en el barro como cerdos –sin mancharse, por supuesto–, los jefes. Y como son mercenarios, además de decir chorradas, mentir como bellacos y no pedir perdón jamás, viven ridículamente ajenos a la realidad, hasta tal punto que, viendo una pintada que reza: Pedro, HDP (hijo de puta), dicen que la gente está llorando a sus muertos en las paredes: «Pedro, descansa en paz».

Bienvenidos al infierno donde el caos, la descoordinación, la confusión y el fango campan a sus anchas, pero tranquilos, porque no prevalecerán.