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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Un Aleph en el Congreso

Los partidos políticos no están para tirarse cadáveres de abuelitos asesinados a la cabeza. Todos tenemos de eso en este trágico país nuestro. Los partidos políticos están para evitar que un país naufrague. Y precisamente para eso sirve un parlamento, en tierras menos antropófagas

En el más universal de sus relatos, Jorge Luis Borges describió el milagro cabalístico del Aleph, «uno de los puntos del espacio que contiene todos los puntos…, el lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos».

Claro que, para el estudioso de teología medieval, la fuente literaria –«pocas cosas me han sucedido, muchas he leído», confesaba el maestro bonaerense– es fácil de señalar: el «Sermón de la esfera inteligible», en el que, hacia el año 1179, Alanus de Insulis, definía a Dios como «una esfera infinita cuyo centro se halla en todas partes y su circunferencia en ninguna». (Reproduzco, para el placer de quienes puedan disfrutarlo, el bellísimo axioma latino: Deus est sphaera infinita cuius centrum est ubique, circumferentia nusquam). Cuya resonancia en la edad moderna no es difícil rastrear en la monadología de Leibniz y en los trastrueques de finitud e infinitud pascalianos: en cada átomo están todos los átomos de todos los universos: pasados, como presentes, como por venir. O, por decirlo en la bella sintaxis borgiana, el Aleph es «una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor… El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa… era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo».

En la madrugada del 18 al 19 de noviembre de este tan trivialmente vulgar 2024, un Aleph compareció en ese lugar de caspa y de pereza que es el solemne caserón de la Carrera de San Jerónimo. Allí, exhaustos y mortecinos, los diputados del gobierno volvieron a vender su mercancía. O bien, sería más justo, la regalaron a cambio de un voto en la Comisión de Hacienda que chocará –es lo más previsible– con el muro infranqueable del pleno parlamentario de mañana. Todo lo más indigno que pueda acometer un parlamento fue, en esa madrugada, consumado. Desde el gobierno, se forzó paralizar una votación que se contabilizaba ya perdida. Y fue comprando, de uno en uno y a la vista de todos, los votos que necesitaba. Y a cada uno prometió realizar lo que al otro prometía irrealizable. Y el «no» y el «sí» fueron, de este modo, transubstanciados en la misma cosa. Y un solo documento anudó los discordantes infinitos que caben en un átomo llamado Aleph. O llamado corrupción política.

Y en ese minuto de la madrugada madrileña, la galaxia completa de los fraudes puestos en pie por el legítimo esposo de la presunta Begoña Gómez, comparecieron al unísono. Cuando hace apenas un año Pedro Sánchez perdió las elecciones generales, podía haber esbozado un gesto de grandeza. El mismo que, en Alemania, llevó a sucesivos gobiernos de gran coalición, como modo transitorio de estabilizar un país desequilibrado. Ni es una rareza, ni mucho menos una aberración. Cuando un país está electoralmente dividido por la mitad, lo sensato es que las dos mitades establezcan un acuerdo elemental, de duración tan larga o corta cuanto sea precisa para salvar el trance. Los partidos políticos no están para tirarse cadáveres de abuelitos asesinados a la cabeza. Todos tenemos de eso en este trágico país nuestro. Los partidos políticos están para evitar que un país naufrague. Y precisamente para eso sirve un parlamento, en tierras menos antropófagas.

Lo de la madrugada del martes marcó el punto en el que el estallido del Aleph prefigura la completa pudrición del parlamento en ejercicio. Y, con él, de un gobierno impuesto por alianzas de partidos entre sí incompatibles y de partidos incompatibles con la nación entera y con su Constitución. Un año tardó ese coágulo de todos contra todos en asomarse al abismo. Si nada lo impide –o si los hombres de Sánchez no disponen de sobornos suficientes para pagar al tiempo a Rufián, Puigdemont, Esteban, Díaz y a los iluminados por Pablo Iglesias–, mañana, el pleno del Congreso se enfrentará a lo que sólo puede leerse como un suicidio. Los del gurú sin coleta han proclamado ya que –asombroso planteamiento– su voto pasará por la ruptura de relaciones diplomáticas con Israel: es difícil, incluso para Pedro Sánchez, cortar amarras con toda la política internacional europea. Y el profeta de Podemos –mal bicho, pero no tonto– no puede no saber el imposible que exige. Si lo hace, no es para conseguirlo; es para forzar la derrota parlamentaria del gobierno. Si da marcha atrás, Podemos se suicida. Si sigue adelante, puede poner a Sumar en la raya misma del abismo, que viene preparándole con mimo desde el planificado linchamiento del odiado Errejón.

Todos los vectores contradictorios que anudó Pedro Sánchez en su Aleph de bolsillo han iniciado una centrifugación acelerada. La reacción nuclear en curso podrá llevárselos a todos al infierno. Y puede que, de paso, nos lleve al mismo sitio a todos.

Y «vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph, y en el Aleph la tierra…, y lloré». Sapientísimo Borges.