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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

La gangrena

¿Qué va a pasar entonces? Si habitásemos en un país de la Europa con vieja tradición garantista, todos los partidos constitucionales –digo todos– habrían forzado ya la destitución de un primer ministro moral y judicialmente podrido hasta la médula

La gangrena avanza. Y todos –y también en Moncloa– hemos comenzado a comprender que acabará por alcanzar al vértice mismo del poder político. Y que, por primera vez en la historia del régimen parlamentario español, un presidente del gobierno está verosímilmente abocado a acabar en el banquillo. Y, tal vez, a ser condenado por delitos lastimosamente mezquinos. No está ya en juego el asesinato de Estado de los tiempos de González. Tan sólo el robo. Y no, no es esta vez el invocado robo de partido de los primeros decenios de la transición, que todos practicaron. Es el robo con nombres y apellidos, el robo personalizado que todo lo pringa. Ni siquiera es sólo el robo de amigos y conmilitones. Es el robo que perpetraron los más cercanos; el robo en familia. Bajo la lupa investigadora de los jueces, van cayendo la esposa de Pedro Sánchez, el hermano de Pedro Sánchez, los más íntimos de los colaboradores –Ábalos a la cabeza– de Pedro Sánchez…

Esto tan sólo acaba de empezar: todos lo saben; Pedro Sánchez el primero. Y, sin embargo, el Congreso del PSOE, que empieza hoy, no será más que un plebiscito a la gloria suprema de un Caudillo carismático –esto es, de un ungido por dioses o destino–. La gangrena va a llevárselo todo por delante. Al Caudillo y a sus huestes. Pero él sólo aspira a pudrirse hasta la última célula en su lecho de Moncloa. Con los suyos. Y pudrirá cualquier futura recomposición de su partido. Del suyo, del de Sánchez. Porque al partido socialista, ya se encargó él de darle muerte definitiva, tras decapitar a todos los cándidos adversarios que permitieron su retorno en 2017.

¿Qué va a pasar entonces? Si habitásemos en un país de la Europa con vieja tradición garantista, todos los partidos constitucionales –digo todos– habrían forzado ya la destitución de un primer ministro moral y judicialmente podrido hasta la médula. Antes de que su cáncer se metastatizara al conjunto del parlamento primero, después, inexorablemente, a la completa estructura política del Estado. Porque, seamos sensatos, que un sujeto anteponga su salvación propia a la nación, es comprensible. No hay canalla al que tal solución no tiente. Pero, que haya fuerzas políticas que acepten ser llevadas al matadero para salvar a una figura turbia, eso es lo de verdad difícil de entender. Y, en ese derrocamiento del Caudillo, debiera ser su propio partido el que llevará la voz cantante. No por grandes ideales, no. Por instinto de supervivencia, tan sólo. Cuando Sánchez caiga bajo el peso de la justicia, todos su cómplices caerán con él. Y, si el partido que acaudilla no sabe amputar el cáncer a tiempo, será el partido el que perezca del modo más deshonroso.

Sé bien que mi llamamiento moverá sólo a la risa de los que cobran ese salario de la indignidad que es el del político. Pero hay un interés común, hoy, de todos los partidos nacionales: desde el PP a lo que quede del PSOE, pasando por Vox e incluyendo a cada pequeña fuerza regional o local. Y ese interés –que es el de la supervivencia– se cifra en la destitución sin miramientos de un primer ministro abducido por la corrupción. No cualquier corrupción: la que hizo dinero a espuertas con la urgencia de mascarillas disparada por una pandemia que sembró la muerte en masa. No, nadie podría perdonar eso. Menos que nadie los que vieron a parientes y amigos muertos; los que atisban, estupefactos, las cuentas corrientes que fueron engrosadas con esos cadáveres.

Los partidos parlamentarios tienen en sus manos ahora la última oportunidad de cerrar este tiempo de deshonor. Su voto podría acabar con el último responsable. No lo harán, ya lo sé. Ya lo sabemos todos. Y es ése nuestro cáncer nacional, nuestra incurable gangrena.