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DivisaderoAntonio Pérez Henares

La Gata y el Lobato

El Lobato conocía aquellos documentos, pues por aquellas trochas había pisado como Funcionario del Cuerpo de Técnicos de Hacienda. Y aquello que le ofrecían como exquisito bocado podía tener veneno dentro

El Lobato había ido ascendiendo en la manada. Fue siempre un cachorro obediente a los alfa pero descolló entre los de la camada del Soto, que lo hicieron su jefe. Desde allí fue escalando posiciones y, aunque sufrió algún tropiezo, logró hacerse con el mando de la maltrecha manada madrileña. Esta contaba sus batallas por derrotas, y a cada cual más dura, de las que salían descabezados, hechos un guiñapo y con el rabo entre las patas. Una feroz felina los iba descabezando uno a uno y hasta a pares.

Bien no le fue a él tampoco, pero una pizca menos mal que a los anteriores sí que parecía, y hasta alguna vez levantaba un poco la cola y entonaba un canto propio a la luna. Pero solo un poquito y suavecito, pues en cuanto le llegaba el aviso a través de un emisario del lobo supremo se achantaba y, sumiso, le lamía los hocicos.

Sin embargo esa mínima resistencia ya era imperdonable para el caudillo lupino y él sabía que ya estaba decretado su destierro de la jefatura. Así que se andaba con mucho ojo pero también se mostraba al tiempo muy atento a no incurrir en falta de deferencia alguna que pudiera precipitar su caída.

Por eso cuando le llamaron de la guarida del jefe por un lado se puso a disposición inmediata y por el otro en guardia. Le propusieron que fuera él quien encabezara el ataque contra quien era la obsesión del Supremo. Esa tan temida gata enemiga que era encima la dueña y señora del territorio, pues «gatos» se llaman los madrileños, donde él era quien estaba justo enfrente y debía soltar la tarascada.

Pero un viejo olor le llegó al olfato. El Lobato conocía aquellos documentos que le daban como armas pues por aquellas trochas había pisado como Funcionario del Cuerpo de Técnicos de Hacienda. Y aquello que le ofrecían como exquisito bocado podía tener veneno dentro. Se le erizó el vello, se puso en guardia y preguntó ¿aquello de donde venía? Y como fue tardía la respuesta y aún más sospechosa la fuente, y aunque se lanzó al asalto profiriendo los aullidos dictados, su barrunto hizo que conservara todo con mucho esmero y cuidado: conversaciones, mensajes, horas...

Pasaron meses y a cada uno que pasaba aquello apestaba cada vez más fuerte. Tenía ya impregnado al Fiscal General del Estado y el Lobato notaba en la nariz que tenía cada vez más cerca el tufo. Así que cuando vio que a este la Guardia Civil le registraba el despacho y se le llevaba el móvil, el llevó lo que tenía guardado y podía salvarlo de la quema al notario.

Pero todo se acaba sabiendo y se supo. Se vio perdido, confirmó lo que no podía negar pero aquello no tenía arreglo. Al aullido del Jefe la manada se le echó encima. El Lobato supo que estaba metido en el Romance de la Loba Parda y su suerte echada: « De las orejas botines/ de la piel una zamarra/ y de las tripas vihuelas/ para que bailen las damas» .

Le quedaba una. Decir la verdad al juez, ponerse en sus manos y entregarle todo. Con su pellejo le iban a hacer una zamarra para abrigar a Sánchez al tiempo que entonaran al unísono el coro de aullidos de fervor hacia el Supremo Líder, pero el Lobato tenía colmillos y su colmillazo ha sido de los que desjarretan. Ese desgarrón en los blandos es por el que se salen los menudos y la mierda.

El rastro de porquería empieza en el Fiscal General y luego a la Moncloa y por Pilar Sánchez Acera, jefa del entonces jefe del Gabinete de Presidencia, Oscar López, y por él al Jefe de todos los Jefes de la lobada.

Lo aclamarán en su Congreso hasta el delirio, pero un Juez del Tribunal Supremo, no un bulo, sino otro juez de los tantos que tienen ya imputados a una parva de prebostes socialistas, y la Policía Judicial de los Cuerpos de Seguridad del Estado sigue la pista. Y esta mancha mucho y huele que apesta. La Gata queda a la espera del próximo. Le tenían preparado a uno, ese ya citado Óscar López, pero antes de entrar siquiera en liza ya tiene los dientes rotos.