¿Será Notre Dame un templo New Age?
Da una idea del estado espiritual de Europa que el presidente francés visite Notre Dame y en su discurso no haga una sola alusión a que es una catedral católica
Si a una planta le cercenas sus raíces solo le espera marchitarse y morir. Y la mayor parte de la Europa oficial se afana hoy en cortar su raíz cristiana de una manera entre ridícula y estúpida.
En la tarde del 15 de abril de 2019, la humanidad observaba sobrecogida el incendio de la simbólica catedral de Notre Dame de París, que se empezó a construir en un islote del Sena en el remoto 1163, por el impuso del obispo Maurice de Sully, y se finalizó en 1345 (aunque con los siglos llegarían muchos retoques y golpes como el de la Revolución). El templo medieval católico, que simboliza la mismísima entraña de Francia, era engullido por las llamas de una manera inexorable, angustiosa. El venerable techo se venía abajo. La orgullosa aguja se desplomaba ante nuestras miradas perplejas. Por fortuna los muros resistieron. Cinco años y medio después, y tras una inversión de 700 millones de euros, Nuestra Señora de París reabrirá sus puertas al público el próximo día 9.
A modo de prolegómeno, y para tratar de sacar algo de brillo a su apagada figura, Macron ha visitado el flamante templo y ha felicitado al equipo de la rehabilitación. El presidente de 46 años, que manda en Francia desde 2017, está hoy cercado por los problemas. Su Gobierno baila en la cuerda floja. La deuda gala se está volviendo ingobernable. Los franceses destacan por su pereza y baja productividad. La fábrica social chirría gripada por los problemas de integración de algunos inmigrantes; en especial, los musulmanes.
Macron, acompañado por su mujer y el arzobispo de París, tomó el micrófono para dirigir un discurso al millar largo de restauradores que lo rodeaban, y de paso, a toda la nación. A su espalda brillaba la cruz dorada que preside el «Descendimiento», una Piedad esculpida por Coustou por encargo del Rey Sol, que expresa el dolor de la Virgen con el Cristo muerto en su regazo. «Me ha emocionado la claridad», celebró Macron a modo de elogio de la restauración, «habéis transformado el carbón en arte». «El incendio fue una herida nacional y vosotros fuisteis el remedio con vuestra determinación, trabajo duro y compromiso», continuó el presidente, que saludó también «la pasión por lo bello y lo bien hecho» y prometió unos fastos de inaguración que provocarán «un shock tan fuerte como el del incendio».
Macron, que se define como «católico agnóstico» (algo así como un vegetariano que come chuletones), habló como si estuviese visitando un templo new age, o un estadio deportivo de renombre que acaba de ser remozado, o un palacio de la ópera. No consideró pertinente hacer la más mínima alusión a la cristiandad que levantó todo aquello para alabar a Dios y a la madre de Jesús. Escamoteó que fue la fe de aquellos católicos del Medievo lo que los espoleó a lanzarse a la aventura de un gótico pionero, que estiraba las catedrales para que pudiesen acariciar el cielo con unas audacias espigadas impensables.
¿Se imaginan que un mandatario musulmán visite una importantísima mezquita que se acaba de restaurar sin una sola alusión a Alá, Mahoma y El Corán? ¿Se imaginan a un mandatario europeo invitado a recorrer un gran templo budista que no haga algún tipo de guiño elogioso a esa fe? Por supuesto que no. Pero ahí tienen al inteligente figurín que preside Francia, hoy un país averiado, olvidando los pilares de su civilización (al tiempo que vive empeñado en una depresiva campaña para convertir el aborto en un derecho europeo). Un presidente francés incapaz de entender que lo importante de Notre Dame no es que los muros hayan quedado más o menos limpios, sino el mensaje que representan. Mientras tanto, en paralelo, la intransigente fe coránica, que no admite dudas ni críticas y que nos desprecia como incrédulos, va avanzando por vía demográfica en ese país (y en media Europa).
Macron representanta una nueva y extraña Europa. Un hombre sin hijos, que inició su relación con su mujer cuando ella era su maestra y tenía 40 años y él peinaba solo 14. Un antiguo alto ejecutivo de la banca más elitista, después ministro socialista, pero sin una ideología realmente definida. Un gobernante entregado a la palabrería reformista, pero que echa el freno cada vez que llega la hora de aplicar la cirugía que necesita Francia. Un católico que se ha dado de baja. Un político comprometido con una formulación del ecologismo que está arruinando a las multinacionales de coches que dan de comer a su país. Un globo de ego, que flotando en busca de un simulacro de modernidad ha extraviado las raíces y las metas.