O imputan a Sánchez, o Sánchez imputa a España
Judicializar la política es imprescindible para resistirse a un cacique dispuesto a condenar sin juicio al Estado de derecho
No son pocas las voces jurídicas autorizadas que, en público con cuidado y en privado sin ambages, enumeran las razones por las que Pedro Sánchez debería sentarse algún día, a no mucho tardar, en el banquillo de los acusados, sino haberlos visitado desde hace tiempo.
La lista de fechorías es inmensa, tanto como la resistencia del Equipo Nacional de Juristas Sincronizados, que busca excusas para taparlas y legalizarlas a pelo: ahí tienen a los Pallines y pillines de turno sustituyendo el noble entretenimiento jubilar de dar de comer a las palomas por el contubernio botarate de respaldar el fraude de la amnistía, procesar a Ayuso en tribunales ciudadanos por matar a ancianos o inmolarse junto al Fiscal General del Estado por urdir un Watergate contra la presidenta madrileña, en estricto cumplimiento de las órdenes de su Lucky Luciano.
Desde el plagio de su tesis hasta su traición al orden constitucional, todo en Sánchez es susceptible de causa penal, en una trayectoria de tintes delictivos coronada por su participación, por acción u omisión, en los negocios conocidos y por conocer de esa «Internacional Chanchullista» de Koldos, Aldamas, Ábalos y Begoñas que nunca hubiera podido prosperar sin su paraguas protector.
La pregunta no es si Sánchez debe ser juzgado, sino cuándo va a ser juzgado y a qué espera el Tribunal Supremo para responder a su obscena campaña de dotarse de impunidad para, mediante el asalto a la Justicia, tapar sus vergüenzas y convertirlas en una inculpación contra quienes las denuncian.
Porque en Sánchez las sospechas delictivas de índole política, resumidas en la venezuelización de España mediante la recreación de un Estado paralelo al real donde las reglas son otras y acaban con las primigenias, se juntan a las estrictamente económicas, sustentadas en una trama que prosperó en varios frentes con beneficios millonarios inviables sin el visto bueno del Gobierno, de algunos de sus ministerios y de un par de Comunidades Autónomas al menos.
Quienes dicen que la judicialización de la política es un problema quizá tengan razón, en un contexto higiénico aquí inexistente, pero peor que sustituir las instituciones por los juzgados es enterrar las primeras e ignorar las segundas, mientras se asiste en directo a la transformación de la Fiscalía General, por ejemplo, en el Sicariato General del Estado.
Con un presidente que se salta las sesiones de control, no acude al Congreso casi nunca, anula sistemáticamente los debates del Estado de la Nación, cambia las normas por decreto para invadir escandalosamente RTVE o intentar cambiar las mayorías de renovación del Poder Judicial, desprecia las ruedas de prensa abiertas, rechaza entrevistas salvo en medios amigos, pisotea resoluciones del viejo Tribunal Constitucional o del Consejo de Transparencia y okupa con un adepto cada rincón del Estado; desechar también el amparo de los tribunales que aún sobreviven a la marabunta sanchista equivale a allanar el camino para que, definitiva e irremediablemente, las termitas terminen de devorar la democracia.
Que un político con la mujer, el hermano, su mano derecha y medio partido imputados o al borde de estarlo y sometido a un chantaje sostenido de separatistas que él abona traicionando sus responsabilidades más básicas; se permita además insultar a la prensa, denigrar a los jueces, despreciar a los contrapoderes y exigir explicaciones a todo el mundo, es inconcebible.
Y define la catadura de un personaje que, sea por miedo a las togas, por codicia cesarista o por una mezcla de los dos, nunca va a frenarse: no aspira a ser inocente, sino a que sus excesos queden sin castigo.
Y hay que estar muy ciego para no darse cuenta de que, si culmina su destrucción del Estado, logrará el objetivo: judicializar las andanzas de Sánchez no es ya una opción, es la única manera de que la España democrática pueda sobrevivirle.