Mafias, clubes, partidos
A nadie extrañe que el cajero de la mafia haya advertido ya de que, en caso de ser asesinado, su documentación completa sobre la red delictiva, bien protegida ahora, saldrá a la luz automáticamente. No creo que Aldama bromee
Antes que los partidos, hubo los «clubes»; que, a partir del 1789 parisino, pusieron en movimiento la modernidad política. Antes de los clubes, las fratrías; que, en la Italia en donde fracasó el proyecto nacional del siglo XIX, suplieron al inexistente Estado, bajo nombres locales y pintorescos: Camorra en Nápoles, Cosa Nostra en Sicilia, ’Ndrangheta en Calabria. Cuando Benito Mussolini trató, por primera vez, de centralizar todo el poder en Roma, las únicas resistencias que halló fueron esos mini-Estados delictivos. Los aliados no desdeñaron negociar con ellos a la hora de preparar su desembarco en Sicilia o de recuperar a sus soldados prisioneros en Nápoles.
Entre mafia, partido y Estado ha existido siempre una filiación continua. En todas partes y en diverso grado: es uno de los precios a pagar por la democracia, ese sistema cuyas inestimable ventajas para el ciudadano deben ser pagadas atenuando la violencia de los delincuentes, y, cuando es preciso, integrándola en el vértice del Estado. La historia de la Democracia Cristiana y del Partido Socialista italianos tras la Segunda Guerra Mundial es ésa. Es ésa hoy, en España, la historia de un partido socialista que, salvo sus siglas, nada conserva que no sea la fidelidad a lo que sólo puede moralmente ser llamado un «Capo».
Ni siquiera en los más operísticos momentos de la Italia de Andreotti y Craxi, acumuló un gobierno tantas imputaciones judiciales como las que han empezado –sólo empezado– a rodear a la «famiglia» apadrinada por Pedro Sánchez. Y, cada vez más, vamos apercibiéndonos de que la comedia, sobre cuya escena el histriónico Zapatero ejerce de saltimbanqui, no es un chusco entremés político; es el turbulento decorado de una novela negra, en la tradición más sobriamente amarga de Raymond Chandler o de Dashiell Hammett. ¿Recuerdan –los de mi edad, seguro que sí– el cruce de mala uva entre el vapuleado Philip Marlowe y esa rara avis que era en su California un policía no demasiado corrupto?
"–El delito organizado no es más que el lado sucio de la lucha por el dólar.
–¿Cuál es el limpio?
–Nunca lo he visto".
En España, el delito organizado no es más que el lado mugriento, esto es verdadero, de la escena Barbie en Falcon 900, cutis bien alisado y trajes caros, que gusta a nuestra dorada horda gobernante. En un fascinante retorno al pasado, los políticos sanchistas renuncian a encubrir las apariencias. Y, quizá porque el desprestigio de los partidos va infinitamente más allá que el de cualquier otra agrupación de cualquier tipo, prescinden los políticos de su disfraz y sus liturgias. Para adoptar disfraces y liturgias de camorristas de ínfimo grado. No es del todo nuevo, aunque sí lo sea bastante en Europa.
Pero el modelo está calcado del que el peronismo instauró sobre la entonces próspera Argentina, allá por 1943: las bandas de delincuentes se simbiotizaron con el poder político; y construyeron ese curioso monstruo de Estado gangsteril que ha sido el peronismo durante tres cuartos de siglo, agazapado ahora allí, veremos por cuanto tiempo. Sánchez es hoy Cristina Kirchner con menos silicona y no tantos abalorios. Y sin los mamporreros de las barras bravas. De momento. Y, de momento, ninguno de sus adversos jueces ha sido asesinado.
Los primeros documentos que ha entregado ese capataz de Moncloa que era Aldama, cierran un círculo de fuego en torno al presidente del gobierno. A nadie extrañe que el cajero de la mafia haya advertido ya de que, en caso de ser asesinado, su documentación completa sobre la red delictiva, bien protegida ahora, saldrá a la luz automáticamente. No creo que Aldama bromee: sabe cómo se las gasta nuestra desalmada variedad local del peronismo. Porque, si las cosas judiciales siguen avanzando al ritmo de estos dos últimos meses, no va a quedar nadie que haya rozado, de cerca o de lejos, a la pareja Sánchez-Gómez y no sea convocado por los jueces.
No, los cónyuges gubernamentales no se juegan sólo –ni siquiera fundamentalmente– su residencia presidencial en la Moncloa. Para ellos está en juego un complejo residencial muchísimo más oscuro. Y no creo que burlarse de la magistratura, respondiendo a sus requerimientos financieros con los certificados de 11 cuentas corrientes por un valor total de 40 euros, como lo ha hecho la milagrosa catedrática sin licenciatura, vaya a ayudarles demasiado a salir de eso. Todo sentido del humor tiene sus límites.