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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

… Ni esperes puerto

La melancolía, entre el sosiego nocturno del 24 y la escombrera matinal del año nuevo, compone el arquetipo de lo humano

Fiesta y melancolía se responden. Hasta desplegar el completo laberinto de espejos que es una vida humana. No hay misterio en ello. Cada cual sabe, en diversa medida, no estar tejido más que en jirones de tiempo: caóticos, sin otra armonía que no sea el paisaje de su desorden. Consumar ese tiempo es consumarse a sí mismo: agotarlo.

Cada bello estupor, cada rara maravilla en el camino, dicen también la fuga de las horas. «¡Detente!» es el anhelo absurdo: retenerlas, matarlas. Saberlas siempre en fuga es la efímera materia de la felicidad humana: esto en lo cual me maravillo no retornará, no permanecerá siquiera, se deslíe en el instante mismo en que lo nombro, lo pierdo en el gesto instintivo de apresarlo. Y en esa clara verdad, que maravilló a los griegos, se erige lo más excelso de lo humano: se ama lo que se está perdiendo, lo perdido. Sólo eso nos exime de la horrible taxidermia de apresarlo. Lo poseído es trocado en instantánea ceniza. Belleza, amor, felicidad, tan sólo son dados en el inviolado estuche del recuerdo. John Keats, cuya vida transcurrió tan vertiginosamente, lo pone en versos donde destella el desear sólo lo imposible, el tiempo en el cual no correría el tiempo. Único sello, en los efímeros animales que somos, de un absoluto del cual tan sólo nos será dada la cicatriz de una ausencia:

«Nunca el placer está en casa:
al tacto el dulce placer se desmorona,
cual burbuja que la lluvia golpea…
Toda cosa es ajada por el uso…
Nunca el placer está en casa».

Finge la Nochebuena, en cada repetido ciclo de nuestras vidas, un tiempo fuera del tiempo, una leyenda de quietud y de silencio, a la medida de lo que una vida humana debiera tener como asiento: eternidad, no-tiempo. Y esa eternidad se estrella, en cada ciclo contra el rudo muro de los relojes de año nuevo; en estruendo, en sordera ruidosa, sobre la cual se harán añicos las serenidades. ¿Hay, de verdad, algo más triste que pasear por esa mortecina estepa de residuos que es la ciudad en la mañana que sigue al gran cierre nocturnal del fin de año?

Habremos, tal vez, sido felices. En la medida exacta en la que no hayamos querido de esa dicha apropiarnos. Para guardar intacto su nombre en la memoria, en la cual todo pasado es presente. Sin mustiarlo. «En la palabra rosa está la rosa»… Toda. Esa que elegantemente disponemos en un búcaro del salón no es más que remedo triste de lo que una vez fue vida.

Y la melancolía, entre el sosiego nocturno del 24 y la escombrera matinal del año nuevo, compone el arquetipo de lo humano: belleza en lo que huyó sin ser rozado; mustio, todo sobre lo cual pusieron su apropiación nuestras manos. Ausencia, sola felicidad humana; sola belleza. Toda ella, melancolía.

Y la sabiduría humana, y su minúscula grandeza y su añoranza desmedida, vive en las notas del Mysterium Magnum de Morales: la música es tan sólo en la huida. Y, a su calor, revive el susurro de un endecasílabo de Lope, leído hace demasiados años; sólo ahora comprendido: «ni temas a la mar ni esperes puerto».