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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Isak Andic en la hora de todos

La muerte repentina de un triunfador siempre lleva a lo mismo, a enfrentarse a la única pregunta que quizá importa: ¿hay algo después o solo un horroroso vacío?

Un resbalón en un sendero húmedo de montaña y en unos segundos ya nada importa. Ni el exitoso imperio de la moda creado a puro pulso. Ni el yate de 53 metros de eslora con el que circunnavegó el planeta. Ni el suntuoso avión privado. Ni la colección de arte y la soberbia bodega exclusiva. Ni los Porsche y el tesoro de coches antiguos. Ni siquiera la fortuna de 4.500 millones. Un traspié a solo seis minutos de la meta –el parking donde aguardaba el coche para volver a casa– y de repente aparece la última pregunta: ¿hay algo después del suspiro que es la vida, o solo nos aguarda un horroroso vacío?

Isak Andic Ermay, de 71 años, se cuidaba de manera escrupulosa y era amigo del deporte. Le gustaban la mar, el golf, el tenis y el senderismo, que le servía para pensar en calma. Se trataba de una de esas personas que han pasado por dos existencias en solo una. Hasta los 16 años vivió en su Estambul natal, hijo de Manuel y Sol, judíos sefardíes de clase media. Llegó a Barcelona de adolescente y comenzó a vender camisas jipis y vaqueros desgastados, que traía de Turquía y a los que cargaba el precio en España. Aconsejado por un empresario catalán, que puso orden a su habilidad natural para el comercio, dio un paso más y hace ahora 40 años fundó Mango, con el nombre de la fruta que descubrió en un viaje a Oriente. En su segunda vida, la española, aquel inmigrante acabó convertido en la persona más rica de Cataluña, muy por delante de las acartonadas familias de la vieja burguesía local. La quinta fortuna de España.

Como les sucede a muchos padres de éxito, hubo un momento en que Isak cometió el error de juicio de sobrevalorar las capacidades de sus hijos. En 2014 decidió pasar a segundo plano y situar a su primogénito Jonathan al frente de la compañía. En solo dos años la dejó tiritando a golpe de pérdidas. El fundador hubo de volver al puente de mando para reflotar su invento. Y lo logró.

La relación entre ambos se resintió y cuentan los especialistas que acababan de reconciliarse tras un nuevo roce. Para afianzar sus lazos se fueron a caminar juntos el pasado sábado por el macizo barcelonés de Montserrat, recorriendo el sendero que lleva desde las cuevas de Salnitre al monasterio. Los acompañaba también la actual pareja del empresario, una golfista veinte años más joven que él, como se estila tras los divorcios de tantos plutócratas. Parte del recorrido está vallado para evitar riesgos. Pero no el tramo final, ya cerca del aparcamiento. Allí resbaló Isak. Intentó sujetarse con las manos sin éxito, cayendo al fondo del barranco desde 150 metros de altura y muriendo al instante.

Leo las informaciones, necrológicas y artículos de la prensa catalana, escritos por las personas que mejor lo conocían. Llama la atención cómo se elude toda referencia a lo trascendente, incluso se omite la propia palabra «muerte». La Vanguardia titula en su portada «trágica desaparición». Otros textos hablan de «la partida» de Isak Andic. Las elegías de Godó y Oliu dejan un aroma a superficialidad. Se comenta su «energía creativa», su espíritu siempre joven, sus aficiones, su patrimonio. Pero nada sabemos de lo que está en juego a esta hora: ¿conservaba Andic la fe de sus ancestros y confiaba en un más allá donde disfrutaría de la presencia de Dios? ¿O creía que nuestro efímero recorrido por la tierra es la primera y última estación del ser humano? Esas dos preguntas, y no la moda, los yates y los jets, son lo único que importa ahora para Isak Andic, que en paz descanse. Puede estar disfrutando de la luz de Dios para siempre. O puede haberse evaporado en un vacío que convierte la vida humana en un sinsentido, un chiste cruel.

Nada se medita sobre tales profundidades, porque vivimos en una época de un materialismo arrollador, que cosifica al ser humano, le niega su alma trascendente y lo convierte en un coleccionista de éxitos (o de fracasos), que se volverán quincalla en cuanto caiga el telón. Y cae siempre. La edad media de los lectores de prensa en el planeta es de 57 años. Muchos que ahora leen este escrito afrontan (afrontamos) el último cuarto de nuestra vida, tiempo de prepararse para el examen final.

«No me preocupa la muerte, me disolveré en la nada», repetía jactancioso el Nobel portugués José Samarago. Me parece una observación de una majadería supina, porque la perspectiva rigurosa de la nada resulta aterradora. Es por eso que una sociedad cada vez más descreída trata de ignorar la muerte, incluso cuando llega. Pero la gran escapada materialista tiene un precio, incluso a este lado del telón, como expresó con su lírica especial el prosista católico francés Christian Bobin: «He nacido en un mundo que empezaba a no querer oír hablar de la muerte y que ahora ha logrado sus fines, sin comprender que se ha condenado repentinamente a no oír hablar más de la gracia». Eso es.

Como resumió el agudísimo Pascal, ser hombre es solo un intermedio entre la nada y el todo: «El tiempo de esta vida no es más que un instante y el estado de la muerte es eterno, sea cual sea su naturaleza». Por eso el sabio cree que entre todos los «extravíos, cegueras y locuras» del hombre sobresale la indiferencia que algunos muestran «ante una cosa tan importante y que les afecta tan de cerca».

Esperamos por todo ello que Isak Andic repose ya junto al Dios de sus ancestros, el de Abraham, Isaac y Jacob. El yate se ha quedado de este lado. Como siempre ocurre.