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El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Solo los jueces

Presidente, ministros, correveidiles y sicarios de todos los niveles han venido bombardeando lo que ellos llaman el «franquismo» de los jueces. Lo cual quiere decir, en el lenguaje de Sánchez, el «no-sanchismo» de los jueces

Nuestra dignidad está hoy en manos de los jueces. Acosados, hasta límites obscenos, por la amalgama de partidos –y uno se sentiría tentado a decir, más bien, «de partidas»–, cuyo refugio de impunidad sólo de la destrucción completa del autónomo poder judicial depende. Porque nada más que los jueces puede ya poner freno a esa vertiginosa fusión de política y delito que envenena a España.

Tras su derrota electoral de 2023, Pedro Sánchez tomó la grave decisión de formar gobierno. No era una apuesta ilegal. Ni siquiera arbitraria. Era, sencillamente, proclamarse exento de cualquier criterio ético. Exigía, tan sólo, algo en lo cual los políticos españoles sobreabundan: carencia de remordimientos. La política es siempre desalmada, no nos engañemos. No inventó eso Pedro Sánchez: él sólo lo ha revestido de un cinismo inmaculado, en la raya de lo psicopático.

La decencia es un estorbo a la hora de gobernar. Que se lo digan, si no, a quienes asesinaban y secuestraban y torturaban bajo las siglas GAL; a quienes robaban, bajo las de Filesa. No, no lo inventó Sánchez, no nos engañemos. Ha sido lo definitorio de nuestra política, desde el día mismo en que la recién estrenada democracia dejó de lado el control financiero de los partidos. Y nada quiso saber de esa desconfianza metódica a la cual la modernidad da nombre de sistema garantista: la certeza de que, entre «partido» y «mafia», hay un matiz tan primordial cuanto tenue. Y que sólo la blindada división y autonomía de los poderes del Estado permite alzar sobre esa tenue línea un muro que proteja al ciudadano. Y que someta a las altas jerarquías al mismo peso de la ley que cae sobre el más desvalido. Y que el coste de delinquir sea igual de duro para todos.

El proyecto de Pedro Sánchez se diferencia tan sólo del de sus predecesores por su pureza. Todo enunciado moral es un estorbo. Se borra. Si puede ser, se aniquila. Nunca habíamos visto un tan glacial cinismo barrer así las raíces de la conciencia colectiva. Y, al cabo, la mentira de hoy pasa a esgrimirse como eficaz pantalla para tapar la mentira de ayer, la mentira de hace diez minutos; igual que la mentira de dentro de dos horas hará olvidar la mentira que en este instante mismo se está proclamando verdad intocable. La mentira masiva es erigida, al cabo, en criterio de verdad. Es la hipermodernidad de la política sanchista. Aplicación, técnicamente muy mejorada, de un principio tan viejo como el abuso de poder mismo: conseguir que la enormidad de cada crimen haga olvidar los crímenes que a éste precedieron. La espiral del despotismo alza así su inexpugnable fortaleza: cuando ninguna enormidad ya nos sorprende.

Y hay que ir deprisa para que ese cieno fragüe antes de que nadie haya podido siquiera entender lo que pasaba. Nadie podrá reprocharle al presidente haber pecado de lento: negocios de esposa y hermano, negocios de colaboradores íntimos, finanzas de partido a cambio de obra pública, mascarillas que enriquecieron a amigos y camaradas… Podía hacerse. Se hizo. Vertiginosamente.

Era sólo preciso, para que el podrido zigurat se mantuviese en pie, tomar ciertas posiciones tácticas. La primera, apoderarse herméticamente de los televisores: en un país con no muy alto grado de lectura, el verdadero parlamento es la pantalla doméstica: la realidad se pliega a su dictado. En el cual habla siempre la voz del Altísimo.

Era preciso, enseguida, comprar los escaños necesarios para trocar una minoría parlamentaria en mayoría. El «Sumar» de Díaz estaba ya en nómina y bien sumado: ningún problema; y, si alguno surgía, se le hacía «un Errejón». Lo del PNV podía solventarse como siempre desde que la democracia existe: cash. Había, eso sí, una pequeña complicación. Los escaños –hipertrofiados por una indigna ley electoral– de Junts y Esquerra estaban controlados por delincuentes con condena firme en el Supremo. Se rehízo la ley para borrar el delito del golpe de Estado cometido. ¿Podía el Tribunal Constitucional –que no es instancia jurídica– oponerse a ello? Se colocó al frente de él al hombre adecuado.

Quedaba sólo un obstáculo: ese poder que –dice Montesquieu– es «casi un no-poder», porque sólo posee la fuerza moral que le otorgan las leyes. Y los jueces supieron que ellos eran el prioritario objetivo a destruir por aquel presidente que no vacilaba en exhibir su control jerárquico sobre la Fiscalía («¿y quién manda en los fiscales?, pues ya está»). Presidente, ministros, correveidiles y sicarios de todos los niveles han venido bombardeando lo que ellos llaman el «franquismo» de los jueces. Lo cual quiere decir, en el lenguaje de Sánchez, el «no-sanchismo» de los jueces. Lo cual quiere decir, en el lenguaje frío del análisis político: «la independencia del poder judicial».

Puede que esa ausencia de escrúpulos morales haya llevado al presidente a dar por hecho que los jueces se avendrían a sus benévolos enjuagues. ¿Quiénes eran aquellos donnadies para suponerse mejores que el peronista de la Moncloa? Su estupor, cuando un magistrado se atrevió a imputar a su legítima esposa, y otro a su hermano, y otro a su mano derecha, fue un estupor sincero, estoy seguro: estaba sucediendo lo en su cerebro impensable; que alguien le pidiera cuentas. Y aquel cabreo de los cuatro días de éxtasis epistolar enamorado, al margen de devastadoras realidades, no fue sólo un teatro. Fue el silencio atronador que precede a la batalla. Sánchez entraba en guerra. Con toda su partida. Es una guerra sin cuartel contra los jueces. Por el control de todos los poderes. Una guerra en la cual no cuenta con hacer prisioneros.

Nadie se engañe. Si los jueces perdieran esa guerra, la democracia en España habría cerrado su breve historia.