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Perro come perroAntonio R. Naranjo

¿Cómo que «Feliz solsticio de invierno»?

Hay que decir «Feliz Navidad», a voces y a los cuatro vientos, en un acto que empieza a ser revolucionario

Los tontos celebran la Navidad deseando «Felices fiestas», que vale para la Tomatina de Buñol o para las patronales de Torres de Carrizal, en Zamora, célebres por el pintoresco concurso de «La cagada de la burra», reclamo turístico donde los haya: consiste en adivinar en qué punto exacto de un amplio recinto al aire libre el equino depositará sus tesoros, para satisfacción del más perspicaz del pueblo.

Se desconoce el método para lograr que la burra eleve sus prestaciones, así como el tipo de entrenamiento seguido por los concursantes para afinar su olfato, pero el abrumador éxito del certamen llena de felicitaciones la comarca.

Los hay aún más tontos y, para darle un sentido trascendental, ecológico, inclusivo y muy Agenda 2030 a su rabiosa laicidad, solo superada por un heroico anticlericalismo, celebran el nacimiento de Jesús al grito de «Feliz solsticio de invierno», una frase que bien podrían meterse por el equinoccio y así empatamos.

La estupidez puede parecer un problema menor, pero está detrás de todas las grandes catástrofes y no debe ser despreciada nunca como ingrediente principal del infortunio de la humanidad, por muchos chistes que exciten casos como este, deudor de un canon ideológico que poco a poco inunda el corpus legal, los discursos públicos y, si triunfa, las costumbres.

Que Europa reniegue de sus raíces cristianas y de su impulso grecolatino borra su identidad y la deja expuesta al catálogo de delirios ideológicos, enemigos externos y desafíos globales que amenazan con transformar el mayor espacio de progreso alumbrado por la humanidad en un barco a la deriva, sin timón ni vela, a punto de irse a pique asediado por el fundamentalismo, la inmigración masiva, China y todo aquello letal que pueda imaginarse.

Despreciar la identidad fundacional nos resta la vacuna necesaria para prevenir las enfermedades que siempre sufre el ser humano al vivir en sociedad, con las fronteras abiertas y la falsa idea de que la tolerancia, un valor necesario, incluye permitir que se utilice la democracia para acabar con ella.

Obviar la Navidad mientras se felicita el Ramadán o despreciar la icónica inauguración de Notre Dame no son solo gestos obscenos de sectarismo, insensibilidad, incultura y frentismo. También son el trágico prólogo del proceso de suicidio de Europa, que diluye su identidad cultura, espiritual y legal en un magma donde se agitan venenos distintos para componer una pócima destructiva: la dosis woke, que desnaturaliza todo en nombre de un falso progreso en realidad castrante; el muticulturalismo estúpido si se entiende como un derecho de pernada incompatible con la supervivencia de la supremacía de la ley occidental sobre la costumbre tribal, y ese nihilismo simplón que sustituye las creencias por la negación de casi todo y la sumisión bobalicona a mantras y consignas teledirigidas por poderes políticos cada vez más invasivos.

Felicitar la Navidad, con todas sus letras, es un acto de resistencia y de recuerdo, como iluminar un faro en una noche oscura de mar para adivinar dónde está la tierra y esquivar los salmos de brujos falsos deseosos de mandar el barco al fondo del mar. Que decir lo obvio empiece a ser revolucionario es un problema, pero algo peor sería callárselo.

Feliz Navidad, pues, y que se escuche bien alto.