Hoy iré a misa del Gallo
La Navidad fue siempre un tiempo hermoso. Nunca renegué de ella. Entiendo a quien no le gusta esta conmemoración, pero pido para mí la misma comprensión
En las muchas encrucijadas que la vida nos va ofreciendo a lo largo de los años, quienes tenemos fe encontramos en el calendario dos oportunidades para reafirmarnos en la certeza de la existencia de Dios. Hoy es uno de esos días. El significado de hoy, al menos para mi, es semejante al del Jueves Santo. En ambos casos la conclusión es que Dios es amor, y tanto nos amó, que vino al mundo de la manera más humilde y concluyó su tiempo en la Tierra de la forma más sacrificada, para después resucitar y darle sentido a nuestra existencia. Por eso esta noche no es una noche más. Es la conmemoración de algo tan grandioso como la encarnación de Dios en un niño. Es lo que da significado a todo cuanto estamos viviendo en estos días de Navidad. Sin esa interpretación, estas fechas estarían huecas. Lo que otorga relevancia a lo que ahora mismo estamos protagonizando es el inicio del tiempo por el cual Dios nos quiso demostrar su inmenso amor. A partir de aquí, se puede creer o no creer. Se puede tachar a quien esto escribe de ñoño o de beato, en la acepción menos amable; lo cierto, sin embargo, es que gracias a ese acontecimiento, el mundo cambió.
Guardo imborrables recuerdos de la Nochebuena en casa de mis padres, allá en el norte más norte de esta España. El calor reinante en la casa, la alegría que compartíamos todos los hermanos, el disfrute de la cena, la excepcionalidad de los mazapanes, las conversaciones de los mayores, los elogios al nacimiento o belén, el primer árbol de navidad que llegó a mi casa, el musgo para rodear el portal. Eran tiempos menos opulentos que los de ahora y los juguetes solo llegaban el día de Reyes. El champán se disfrazaba de sidra «El Gaitero» y nos abrigábamos para ir a la misa del Gallo a las doce de la noche, donde siempre, año tras años, sonaba el Adeste fideles. Sigue siendo uno de los momentos más bellos que recuerdo y hoy no renunciaré a reeditarlo como lo hacía en mi infancia, rodeado de todos los míos. Nunca olvidaré aquellos años de mi infancia en mi casa natal y desde entonces entendí que esa sensación de alegría no podía ni debía ser algo artificial. Era una noche excepcional porque celebrábamos algo excepcional. Todo aquello era, y sigue siendo, los elementos que realzan la fiesta más bella del calendario: la Nochebuena.
La Navidad fue siempre un tiempo hermoso. Nunca renegué de ella. Entiendo a quien no le gusta esta conmemoración, pero pido para mí la misma comprensión. Aquellos años al calor de mis padres y hermanos mayores me hicieron entender que la religión que mis abuelos trasladaron a mis progenitores es la que nos ha dado la moralidad colectiva, la ética, la moral, la distinción entre el bien y el mal, el bien común, el interés general. Por eso cuando se desprecia la Navidad o se convierte en un carnaval de luces y consumismo, tal vez estamos dando pasos para que se impongan al frente de la sociedad, en la política, personas que al no creer en nada de ello, terminan arrasando con los valores, los consensos y la propia democracia, y es que la buena democracia es el amor a los demás. Por eso esta noche no es una fecha más. Feliz Navidad a todos los que con buena voluntad leen El Debate y comparten esta óptica de la vida y, por supuesto, paz para que todos, unos y otros, nos comportemos con esa misma actitud.