Magdeburgo
Europa se suicida en directo obviando la amenaza objetiva de un integrismo que no hace rehenes.
El atropello masivo en Magdeburgo ha suscitado un fenómeno curioso: la progresía, que es una subespecie vegana con hábitos caníbales, ha dado por supuesto que era obra de la ultraderecha.
Y a partir de esa premisa, ha intentado legitimar discursos como el de Pedro Sánchez, convencido de que su cruzada contra el fascismo imaginario justifica su sumisión al fascismo real, que se cree de izquierdas por levantar un puñito y llevar camisetitas del Che.
Resulta sorprendente que se atrevan a decir que un saudí señalado por terrorista en su propio país perpetre su venganza islamófoba atropellando a cristianos en su fiesta por antonomasia, junto a la Semana Santa: es como si un madridista volara el Bernabéu para vengarse del Barcelona o un etarra pusiera una bomba lapa a Arnaldo Otegi para luchar contra el opresor Estado español.
Y aún es más sonrojante que, en ese viaje trémulo, pretendan hacer ver que el fundamentalismo no es un peligro y la ultraderecha, por el contrario, sí. Los datos oficiales de la propia Unión Europea zanjan el debate y demuestran dónde está el problema, con la inestimable ayuda de todos esos imbéciles que consideran una amenaza al hombre blanco, heterosexual y católico y presentan como seres de luz a bárbaros importados convencidos de que taparle la cara a una mujer es un derecho masculino.
En poco más de una década se han detenido a 10.000 personas en todo el Continente por delitos relacionados con el terrorismo, con el yihadismo como principal inspiración a años de luz del resto de pretextos: el nacionalismo separatista, la extrema izquierda antisistema y la derecha radical.
En Lieja, Londres, Estrasburgo, Berlín y Magdeburgo se han registrado atentados navideños idénticos desde hace trece años, en plena celebración del nacimiento de Cristo, a los que hay que añadir todas las barbaridades perpetradas por el fundamentalismo en otras fechas, con el 11M preelectoral, en el caso de España, a la cabeza de los peores atentados de la historia.
La llegada al poder de Al Qaeda en Siria, que está a la vuelta de la esquina de Ceuta y de Melilla, y la transformación del Sahel en un corredor por el que transitan libremente el terrorismo islámico, las mafias y la inmigración descontrolada; acrecientan la amenaza para Europa, estimulada por una recua de negligentes que confunden la multiculturalidad con la regresión de los derechos y las libertades y consideran, los muy idiotas, que la colonización española de hace 500 años es más peligrosa que la islamización cotidiana del entorno.
No existen religiones de guerra en su versión más cotidiana, pero sí en su acepción más activa: su objetivo, nada menos, es recrear un califato sin fronteras tradicionales de países bajo la única bandera de la nación islámica.
Y no es negando la evidencia como se combate la inevitable sospecha hacia una comunidad que, en su totalidad, no defiende ese delirio y quiere asentarse en Europa aceptando, disfrutando y mejorando los valores de su tierra de acogida, como demuestran tantos árabes de origen al frente de alcaldías e incluso gobiernos.
Nada facilita más la integración que separar el trigo de la paja y entender que la Europa de la libertad, la igualdad y la fraternidad, horneada en la tradición cristiana y la cultura grecolatina, tiene el derecho y la obligación de defender esos valores y proceder enérgicamente contra quienes los profanan.
Que la cultura woke no dude en criminalizar a millones de personas perfectamente democráticas mientras indulta a quienes sí representan un peligro solo aboca a la desaparición del mayor espacio de prosperidad alumbrado nunca por la humanidad, ahora al borde del precipicio por la recua de estúpidos que persiguen enemigos imaginarios y ponen barra libre a los de carne, hueso y explosivo.