Fundado en 1910
El que cuenta las sílabasGabriel Albiac

Elogio del ministro pulcro

Sólo a un zote como Ábalos se le puede ocurrir hacer que los pisos de sus amantes fueran pagados en metálico por el antiguo portero de burdel a su personal servicio. Esas cosas perdieron el menor sentido –y la menor rentabilidad– hace decenios

Robar fue, siempre y en todo partido político, canon de garantía. Con el profundo cinismo que otorgaba a los nacional-socialistas alemanes su condición de casta superior, Adolf Hitler aleccionaba en esos términos a Hermann Rauschning: «Les paso por alto muchas cosas a los míos. Haced lo que queráis, pero no os dejéis pillar». Su interlocutor acota la eficacia de esa consigna, «¡Enriqueceos!», que había pasado a suplir las periclitadas retóricas humanitarias. «Comencé por entonces a escuchar la nueva consigna que llamaba a la ‘corrupción dirigida’. Esta corrupción estaba obviamente regulada y no sólo tolerada… Hitler sabía que estaba obligado a echarles a los hambrientos algún hueso que ir royendo, y a satisfacer también sus instintos de salvajismo». El robo compartido –concluye Rauschning– crea comunidad, casi familia. Tiene razón: nada une más en este triste mundo que el delito compartido.

Robar en grupo de poder es altamente rentable. Pero deja una pestilencia poco grata. El aroma de los excrementos y la sangre podía resultar exquisito par los matones de las SA y las SS: corrían tiempos de navajazo y cachiporra en la tabernas más mugrientas de Berlín o Múnich. Nos hemos vuelto muy delicados ahora. Y el perfume de un Ábalos puede que haga arrugarse la delicada nariz de gentes del partido algo menos plebeyas. ¿«Robar»? Fea palabra. Hallémosle honorable alternativa.

Busquemos la autoridad del diccionario de la Real Academia Española en su última edición. Acepción primera. «Robar: Quitar o tomar para sí con violencia o con fuerza lo ajeno».

Claro está que a los lumpen-políticos centroeuropeos de los años treinta, la definición les cuadraba como un guante. En comercios y hogares judíos se entraba a garrotazos, se mataba un poco, se mandaba mucho a los lugares de profesional matanza. Y, en el camino, se expoliaba, por supuesto, todo cuanto pudiera aparentar cierto valor. Todavía hoy está por recuperar una porción considerable del tesoro artístico desaparecido en aquellas razias. Y no pocas fortunas de la Alemania actual tienen en ellas su origen.

No estaría hoy bien visto. El Estado posee los medios de enriquecer a los suyos sin caer en lo que la voz del diccionario registra: «quitar o tomar para sí con violencia lo ajeno» se ha convertido en un anacronismo para pardillos. Sólo a un zote como Ábalos se le puede ocurrir hacer que los pisos de sus amantes fueran pagados en metálico por el antiguo portero de burdel a su personal servicio. Esas cosas perdieron el menor sentido –y la menor rentabilidad– hace decenios.

No es un problema moral. Tomemos a un espécimen de la generación más joven en su mismo gremio. ¿Roba don Óscar Puente? En modo alguno. No necesita ni «engaño» ni «violencia» para beneficiarse. Leo, en los datos del gubernamental Portal de Transparencia que transcribían ayer nuestros colegas de «The Objective», que el ministro de Transportes, que posee gratis la residencia oficial a la cual le da legítimo derecho su dignidad, carga al erario público un gasto de limpieza doméstica por un coste medio de 42.793 euros (unos 3.500 al mes), además de un partida de 4.500 euros para «servicios varios». Es lo que se llama ser un ministro pulcro. Y servicialmente variado. Nada hay en este mundo más digno de admiración. Y, si alguien llama a eso un robo, es que no tiene un ejemplar del Diccionario de la RAE a mano.

No, no son ladrones. Ni siquiera ese riesgo tienen que correr. Y, si alguno de ellos lo corre, será por debilidad congénita de sus neuronas. Todo –todo– les es dado conforme a ley. Todo, en absoluta impunidad. Que nadie los llame gánsteres: sería injusto. Para los gánsteres, por supuesto: ellos sí, están forzados a afrontar inciertos destinos. Un respeto.