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Un mundo felizJaume Vives

La anciana y el frío

Pero yo me atrevo a decir que esa anciana, como tantas otras, salvan la fe de la Iglesia, agradan mucho más al Señor que quienes creemos tener una fe mucho más madura

El día de Nochevieja, con un frío que helaba hasta las buenas intenciones, fui a misa con mi familia. Las calles estaban oscuras y desiertas y la gente las evitaba a todas luces, encerrados en casa al calor de la chimenea los más afortunados o junto a un calefactor, los menos.

Dando las últimas caladas al puro que me estaba fumando y mientras los niños correteaban por la plaza de la iglesia, se acercó una mujer mayor con su andador. Mientras avanzaba despacio, sorteando los adoquines en mal estado, era palpable que el frío cada vez penetraba más en su interior.

Nosotros habíamos llegado en coche, con la calefacción puesta y aparcando en la mismísima puerta de la iglesia. Ella, caminando seguramente desde un piso sin ascensor, sin más abrigo que la chaqueta que llevaba puesta.

Al pasar junto a nosotros nos dijo que hacía mucho frío para los niños, y bueno, también para ella. Que había estado tentada de quedarse en casa pero le disgustaba no ir a misa. Y es lógico, quería acabar y empezar el año de la mejor manera, ¿acaso existe otra mejor que, yendo como los pastorcillos de Belén, a adorar al Niño?

Puede que muchos la vean como una anciana más, de fe poco profunda, que simplemente se limita a repetir lo que vio hacer a sus padres y lo que ha estado haciendo ella toda la vida. Eso que ahora llaman religiosidad natural. Como si viviera por inercia, repitiendo lo mismo todos los días sin planteárselo siquiera. Haciendo algo a lo que, además, por edad, no está obligada.

Pero yo me atrevo a decir que esa anciana, como tantas otras, salvan la fe de la Iglesia, agradan mucho más al Señor que quienes creemos tener una fe mucho más madura, asentada, ya sea sobre una sólida estructura intelectual, o sobre una amalgama de sentimientos muy vividos y muy experimentados.

Por inercia uno prepara una tortilla para los hijos, se fuma un cigarrillo o va al trabajo todas las mañanas. Pero, salir de casa cuando eres nonagenario o poco te falta, enfrentarte a los 3°C que amenazan neumonía y sortear adoquines con un taca taca es mucho más que inercia, es amar mucho al Señor y sentir que ese amor es correspondido.

Cuando los fieles dejamos de ir a misa por comodidad, porque nos pilla esquiando, porque nos duele un poco la tripa, porque nos hemos lesionado o porque nos desbarata por completo el plan del fin de semana, lo que nos pasa es mucho más triste que haber perdido la fe, es que hemos dejado de amar al Señor y, peor todavía, no sabemos lo mucho que nos ama Él. Y eso es lo que nos diferencia de nuestra anciana, que ella sí lo sabe.