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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Como Pedro Sánchez enseñe sus mensajes del móvil...

Lo importante no es el fiscal general, sino el presidente, cuyo teléfono debe albergar horrores dignos del Supremo

El caso del fiscal general del Estado, que ejerce en España para acabar con Ayuso como su colega de Venezuela lo hace para detener a Edmundo González o María Corina Machado, es la vara de medir del sanchismo, un régimen de apariencia democrática que se comporta como una autocracia contra las mayorías y, a la vez, como el servicio doméstico sin papeles para las minorías extorsionadoras.

Aunque la verdad judicial tiene sus tiempos, los hechos ya confirmados son incontestables: García Ortiz, que tiene apellidos de árbitro de la estirpe de Negreira, reclamó a sus subordinados información privada sobre las negociaciones de un ciudadano con el Ministerio Público; la recibió en un correo personal al margen del institucional; lo justificó todo en la necesidad de «cerrar el círculo» y borró las comunicaciones con sus fiscales y cambió de terminal cuando supo que lo investigaban.

Todo esto son certezas que, por mucho que algunos zánganos lo justifiquen en la necesidad de desmontar un bulo o perseguir a un delincuente, como si eso solo pudiera hacerse en los extrarradios del Estado de derecho, invalidan a cualquiera para ejercer la más mínima responsabilidad: quien no da la talla para concejal de Abastos en una pedanía, no puede ejercer la acusación pública en una democracia decente.

La única incógnita, pues, es a quién remitió esa documentación protegida, aunque la lógica más elemental aclara la duda: si acabó en el teléfono móvil del socialista Juan Lobato y él lo recibió de La Moncloa, no hay que ser Sherlock Holmes para deducir quién se lo remitió al gabinete del presidente y con qué intención, que es el meollo del asunto: para derribar a un adversario incómodo y resistente, Isabel Díaz Ayuso, con unas técnicas salidas de la misma sentina predemocrática donde actúa Maduro contra sus rivales.

Y tampoco hay que ser un lince para intuir por qué el Esbirro General del Estado intentó eliminar todas las pruebas, como un vulgar narcotraficante en Barbate o un mafioso en Sicilia: dado que sus mensajes cruzados con otros fiscales no iban a desaparecer, al permanecer sin borrarse en los terminales de sus subordinados intervenidos por la UCO, al menos sí podría intentar esconderse todo lo enviado y recibido con un tercero, que no puede ser otro que Sánchez y sus intermediarios.

La defensa del Gobierno al indigno García Ortiz y el ascenso en Madrid de Óscar López, director del Gabinete de donde salió la operación política contra Ayuso, termina de cerrar el círculo y lanza al aire una pregunta:

¿Qué pasaría si el Tribunal Supremo quisiera registrar el teléfono móvil de Pedro Sánchez y de su guardia pretoriana, de la que han salido atropelladamente dos secretarios de Estado de Comunicación implicados en la trama?

El aforamiento de Sánchez es una garantía de que la Justicia no se podrá utilizar en vano para ajustar cuentas políticas, evitando que cualquier juzgado de instrucción esté habilitado para investigar a quien, por sus funciones, no puede estar sometido a procesos alocados sin las debidas salvaguardas: no se le protege a él, sino al cargo, y es razonable.

Pero no es un pasaporte a la impunidad ni, mucho menos, un certificado de inviolabilidad, que es como Sánchez lo utiliza para perpetrar las peores fechorías y ahorrarse las explicaciones que, por mil razones y causas, ya debería haber ofrecido a la sociedad española.

¿Qué tiene en el móvil el presidente, pues? Ya nos hicimos esta pregunta con la extraña cesión unilateral del Sáhara a Mohamed VI, tras ser espiado. Y podríamos hacérnosla en tantos asuntos con Junts, Bildu, Begoña, su hermano, Aldama y toda la parada de los monstruos que le acecha. Y nos la volvemos a hacer con el fiscal general. ¿Qué le dijo, a usted o a su equipo, este siniestro personajillo salido de una República bananera?