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LiberalidadesJuan Carlos Girauta

La corrupción socialista debería ser sostenible

Sabes que te han citado como investigado por cuatro delitos y no te molestas en averiguar (o inventar) la descripción del puesto de trabajo. ¿El domicilio del despacho? Uf, para qué… ¿Cómo me contrataron? Me la pela

Que el hermano de Sánchez no sepa dónde trabaja, ni de qué, es espectacular. Cuentan que en Barcelona, bajo la alcaldía de Porcioles, colocaban enchufados en la función pública como faroleros cuando ya el encendido y apagado de las farolas estaba automatizado. Quizá sea una leyenda, pero es verosímil e ilustra bien el concepto de corrupción sostenible. Es difícil que a alguien se le ocurriera hurgar —algo siempre peligroso en dictadura, sea aquella o esta— para sacar los colores a quien consta como farolero. Siempre podría alegarse que es injusto echar a funcionarios por un avance tecnológico. O que, si bien fulano aparece como farolero, en realidad hace otras cosas indeterminadas. O que está a la espera de que se les asignen nuevas tareas y, mientras tanto, no lo van a dejar sin comer. Pobre. Insisto: corrupción sostenible. Aquella cuya investigación presenta poco aliciente y que, siendo una chorizada, es una chorizada modesta. Casi como robar pan para comer.

Otra cosa que contribuye a hacer sostenible la corrupción —siempre con el fin de mantenerse en los objetivos de la Agenda 2030–, es que el corrupto no sea un zoquete. El requisito es tan obvio que, quizá por ese optimismo congénito del progresista, se ha dado por hecho. No hablo del zoquete medio, que conoce aproximadamente el disimulo. Hablo del extremo zoquete (o del ultraperezoso, naturaleza que también explicaría lo que estamos a punto de glosar). Imaginemos al típico beneficiario de un acto de nepotismo, uno de libro. El déspota de turno ordena que le pongan una renta a «miemmano» (los socialistas pronuncian así ese sintagma, sean madrileños, catalanes o gallegos, desde los años ochenta; es un interesante vestigio de la era sevillana del PSOE). Imaginemos, decía. Pues bien, hasta los falsos faroleros de Porcioles, sabedores de su impunidad, debieron tomar la precaución de ir a examinar una farola, de consultar cómo se procedía a su encendido una por una, de preguntar a un antiguo farolero de verdad cómo se llamaba el palo con el que se encendían las farolas. «Se llamaba caña». «Vale, gracias».

Pero claro, la sensación de impunidad depende más de la proximidad al déspota que de la naturaleza de la ratería, fraude o cabra. Aquí no solo se trataba de ponerle una renta al familiar, también había que satisfacer su orgullo. Qué menos que un cargo de nombre pomposo: jefe de la Oficina de Artes Escénicas. Me entra la risa. ¡Además, en una diputación! La opacidad pura. Cuando Platón pensaba en «opacidad» le venía a la mente la forma de una diputación, pero él no podía saberlo porque aún no se habían materializado. Sigo. Sabes que te han citado como investigado por cuatro delitos y no te molestas en averiguar (o inventar) la descripción del puesto de trabajo. ¿El domicilio del despacho? Uf, para qué… ¿Cómo me contrataron? Me la pela. Esa corrupción, desde el nombre del cargo hasta el desinterés del reo, no es sostenible. Y así no avanzamos, compañeros.