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Enrique García-Máiquez

La memoria es un alma cargada de futuro

Como Humpty Dumpty, Sánchez ha dicho que las palabras significarán lo que él quiere que signifiquen

No es una casualidad que coincidan en el tiempo la mascarada antifranquista de Pedro Sánchez y el proyecto de ley que supone el asalto definitivo del PSOE sobre el poder judicial. «Oh, claro», suspirará el lector amablemente, pero quizá un poco aburrido de que le cuenten otra vez que el PSOE ha encontrado en Franco el comodín infalible, la perfecta cortina de humo, el trampantojo mediático, la coartada retroactiva y multiusos. Eso lo damos por sentado, pero no es lo que yo quería denunciar hoy aquí.

De hecho, como maniobra de distracción, no funciona bien del todo, y la misma ley propuesta lo prueba. Estos fuegos de artificio antifranquista no han sido suficientes para despistar a los jueces de su trabajo ni a los periodistas de investigación del suyo. Si hubiesen bastado, Sánchez se podría haber ahorrado esta ley obscena que viene a consagrar su impunidad práctica por la vida de los hechos. Nadie, salvo el fiscal, podrá perseguir al gobierno; y ¿quién nombra al fiscal, eh, quién lo nombra? Pues eso.

La tenida antifranquista tiene otra misión más insidiosa. No es distracción, sino aviso. Viene a decir que qué importa lo que el PSOE haga en realidad, pues tiene el superpoder de darle la vuelta a la historia como a un calcetín e imponer a su antojo o la amnesia al pueblo o una versión edulcorada. Es el mensaje subliminal. Dentro de veinte años, este descarado asalto a la independencia judicial y a la persecución de la corrupción, podrá venderse como una gran victoria democrática sobre las cavernícolas fuerzas de la reacción.

Esto tiene importancia porque para llevar a cabo sus planes, Sánchez necesita cómplices a puñados, empezando por Conde-Pumpido (que podría tener algún interés personal en no quedar ante la historia del Derecho español como Cagancho en Almagro) y terminando por sus votantes (que podrían tener un acceso de vergüenza). Si a los colaboradores necesarios se les demuestra que, en poco tiempo, su labor se admirará, a pesar de la objetividad de los hechos, como una lucha heroica por el progresismo y los derechos humanos, participarán más contentos y aliviados. En principio, hay tres reparos a colaborar: la justicia misma, la condena de nuestra conciencia y el juicio de la Historia. Sánchez los está desactivando sistemáticamente. A la justicia no hay que temerla, como demuestran Begoña, su hermano David y el Fiscal Feneral del Estado. El relativismo moral ha minado la conciencia. Y la Historia, lo único que queda, se manipula con la «memoria histórica».

Como Humpty Dumpty, Sánchez ha dicho que las palabras significarán lo que él quiere que signifiquen, y que la Historia narrará los hechos como a él le pete y convenga. ¿O acaso no está Franco a punto de perder estrepitosamente la guerra civil? Ante tal poderío, los Conde-Pumpido, las Marías Josés Montero, las Pilares Alegrías y los Bolaños no tienen miedo. Saben que pasarán a la posteridad como miembros de la Resistencia y amigos del Gran Líder.

Por eso, la tentación de mirar a otro lado cuando Sánchez arremete contra Franco es muy mala estrategia. No vale pensar que son gestos sentimentales sin ningún interés para los españoles del presente y del futuro. Para defender la verdad y la justicia, hemos de dar la batalla del pasado. Dejar claro que en España se recuerdan –y se recordarán– las cosas tal y como fueron.

Nos jugamos mucho, como se ve, con la existencia de facultades de Historia rigurosas y valientes. Necesitamos que los jóvenes que la tengan cumplan con su vocación de investigadores de los hechos. Y debe haber un público lector suficiente, una masa crítica, que tenga interés en la verdad. Tienen que sentir que sus conciencias quizá no, vale; pero que, ante el juicio de la Historia, tendrán que responder.