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Perro come perroAntonio R. Naranjo

Periodismo zurdo

A Sánchez lo juzgará la historia, pero ojalá la hemeroteca guarde un rincón para estudiar el papel de sus escoltas mediáticos

Hubo un tiempo en que el más indigno periodista era más digno que el más digno de los políticos, pues sus juicios y prejuicios ideológicos encontraban en la mentira una línea roja: se ponían de perfil ante un asunto incómodo, pero no lo pervertían para hacerlo pasar por lo contrario.

El pudor, o el respeto por la materia prima esencial del oficio, les impedía mentir deliberadamente, negar lo comprobable con los ojos propios o desmentir aquello que los hechos, las pruebas y los testimonios confirmaban para los cinco sentidos.

Hoy ese tiempo pasó y, especialmente desde el periodismo «progresista», una etiqueta manoseada en general por reaccionarios con antifaz, la verdad ha dejado de tener valor y se subordina a la militancia, que a menudo recubre el burdo interés.

Se amontonan los casos de periodistas o «analistas» que, en la jungla de las tertulias, porfían solemnes que no hay razón para acusar a Ávaro García Ortiz, que lo de Begoña y David Sánchez es un bulo, que lo de Ábalos termina en Ábalos y que Sánchez, el pobre Sánchez, es víctima de una conspiración de jueces franquistas y periodistas ultraderechistas para derribar al Gobierno de la «mayoría social», término que resume el bulo general que retrata al presidente.

Algunos de ellos han ido incluso más lejos e impulsaron un manifiesto en el que, al trascender los graves casos de corrupción que acorralan al líder del PSOE, en lugar de pedirle explicaciones, se denunciaba el golpismo mediático y judicial, como el coro de zapateros y monederos aplaudiendo al dictadorzuelo Maduro.

La prensa no vive del aire y, pese a ejercer delegadamente un derecho constitucional de los ciudadanos, necesita ingresar más dinero del que gasta para sobrevivir, como un ultramarinos o una empresa del IBEX 35. Y una parte de su subsistencia depende del Estado, en cualquiera de sus caras, y de sus campañas publicitarias, licencias administrativas y decisiones arbitrarias que permiten crecer o reconvertirse a las editoras o, por el contrario, las asfixian poco a poco.

Pero hasta en ese ecosistema se defendió siempre la naturaleza de una función que debe ser, a la vez, decente y rentable, intelectual y urgente, con discurso y sin dogmas, con voz propia pero sin vetos ajenos. Hoy ya no, por una mezcla de factores que transforman el viejo elixir de la información en un jarabe, un veneno o una droga que gentilmente se toman los consumidores, con gusto voluntario, que tampoco quieren saber la verdad y solo aspiran a que les refuercen sus prejuicios militantes.

Como Sánchez ha creado un universo paralelo ficticio, una Arcadia feliz donde todo son logros y buenas noticias afeadas por un batallón de insurgentes dispuesto a acabar con esa prosperidad, allí se ha colocado ese escuadrón de periodistas del Régimen, una de las divisiones del Ejército de sanchistas que permea hasta el último rincón del Estado y de sus instituciones, copadas de leales con la misma independencia que un funcionario en Corea del Norte o un juez en Venezuela.

Pero hagamos un matiz: esto solo ocurre, al menos de forma abrumadora, en el periodismo «de izquierdas». El otro, si acaso existe, no se calló la Gürtel, la Púnica, lo de Rato, los papeles de Bárcenas, lo del yerno del Rey ni ninguno de los casos en que, por mucho que se detectara detrás un interés partidista espurio, se ponía en juego la decencia más elemental del oficio.

Ahora da todo igual y, si sorprendieran a Sánchez atropellando a una señora en un paso de cebra, a García Ortiz robándole el bocadillo a una niña o a Begoña Gómez vendiéndole un máster a un discapacitado; sostendrían sin rubor que a saber qué esconden la señora, la niña y el inválido para montarle ese espectáculo a bellísimas personas.

La historia juzgará a Sánchez en el futuro, sin piedad, pero ojalá haya entonces periodistas con memoria para recordar el papelón que hicieron, para escoltarle, sus propios antepasados.