Un caso para Uri Geller
Por cortesía de la «coalición progresista», la política española está tomando un sesgo que entra ya en el ámbito de los fenómenos paranormales
Millones de españoles que todavía respiramos nos acordamos perfectamente, y se nos escapa una sonrisa tiznada de nostalgia. Yo tenía entonces once años y me lo pasé de traca viendo con toda mi familia aquel acontecimiento televisivo en blanco y negro, en un tiempo en que solo existían dos canales —qué felicidad— y en el que niños y padres veíamos la tele juntos, y además sin la incomunicación de cada uno abismado en su móvil.
El acontecimiento ocurrió en la noche del sábado 6 de septiembre de 1975. El programa se llamaba Directísimo y lo presentaba el formidable José María Íñigo, con su bigotón, su bisoñé-tupé y su voz envolvente. El invitado era Uri Geller, un joven ilusionista israelí, flaco y de pelo alborotado, que iba de «mentalista» y «parapsicólogo». Aseguraba que poseía poderes paranormales que le habían otorgado los extraterrestres. Doblaba cucharas con la fuerza de su mente y arreglaba relojes a distancia.
Dos años antes de dejar a España boquiabierta, Uri Geller se había estrellado en El Show de Johnny Carson, uno de los programas de más audiencia de Estados Unidos. Carson, enemigo de los charlatanes, cambió previamente todo el material sobre el que Geller iba a aplicar sus habilidades extrasensoriales, sin decirle nada a su invitado. El pobre Geller no movió aquella noche ni un papel de fumar. Se excusó diciendo que estaba muy nervioso.
Sin embargo, con Íñigo triunfó por todo lo alto ante 20 millones de telespectadores. Dobló cucharas, arregló relojes del público sin levantarse siquiera del estrado… provocó una conmoción nacional. La centralita de TVE se bloqueó con las llamadas y en los días siguientes aparecían multitud de testimonios por toda España de gente que contaba que en su casa había sucedido idéntico portento: las cucharas se habían doblado por el puro poder de la mente, sin aplicarles fuerza ni calor.
Uri Geller tiene hoy 78 años y vive a caballo entre Israel e Inglaterra. Sus críticos sostienen que es un farsante, un ilusionista que vende unos poderes que no tiene. Él todavía insiste en que posee dones especiales. Hasta se ha querellado contra alguno de los que lo han querido desenmascarar (así que mejor no opino, aunque desde luego en mi casa no doblamos ni un mondadientes).
Hace diez o doce años, dos grandes amigos míos viajaron en AVE de Madrid a Sevilla. Antes de subirse al tren mantuvieron una comida donde corrió el morapio con notable alegría. Digamos que llegaron a su vagón con un contento importante. Una vez en ruta, se pidieron dos cafés para templar. Y hete aquí que cuando están empezando a dar cuenta de ellos, se percatan de que sentado al otro lado del pasillo viaja el mismísimo José María Íñigo. Huelga decir les faltaron segundos para empezar hacer parodias con las cucharillas de plástico de sus cafés, simulando que las doblaban. Íñigo al principio fingía no enterarse. Pero al final ya se le escapaba la risa ante la pantomima cómica con que lo homenajeaban aquel par de españoles achispados.
Me ha venido a la cabeza Uri Geller ante los fenómenos paranormales que hoy animan la política española. Hay auténticos poltergeist. Ahí está el fiscal Ortiz, que borra sus mensajes en pleno registro, que cambia de móvil en cuanto lo pillan con el carrito del helado, que es señalado como el filtrador enmascarado por la fiscal jefe de Madrid, pero que se da el portento que no ha hecho «nada de nada», según el Gobierno. O el prodigio del hermanísimo, que no sabe exactamente dónde está la oficina en la que trabaja. O el milagro de una señora iletrada a la que venían a buscar a casa para que fuese catedrática extraordinaria en la Complu. O el asombro de que todos los jueces en España resulta que son una caterva de súper fans de Mussolini. O el portento de un tipo que está en el Gobierno sin presupuestos y con la roña hasta el cuello, pero que se empeña en seguir ahí como un zombi que imparte lecciones petulantes.
El Gobierno ha decidido que la lógica, la verdad y el principio de realidad no existen. La política española queda así en el ámbito de Uri Geller. Cualquier día de estos, Azagra, Bego y Ortiz aparecerán doblando cucharas en los programas de Fortes e Intxaurrondo.