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Vidas ejemplaresLuis Ventoso

Será ley... pero la conciencia se queja

Leo un reportaje que cuenta una eutanasia en Madrid como lo más natural del mundo y lo que te deja es una desagradable náusea

Algunos, más anticuados que el megáfono, seguimos dando por hecho que existe la conciencia. Sentimos que en lo más profundo late algo que nos indica lo que está bien y lo que está mal. Aunque a veces nos lo saltemos, por debilidad, conveniencia, comodidad, o por pura y dura maldad.

Los súper carcas creemos además que ese código nos lo ha grabado Dios. Si no existiese Dios, lo más lógico sería abogar por el «todo vale», pues realmente no habría sobre qué referenciar una moral.

La conciencia está siempre ahí, agazapada. Y a veces sufre, se sobresalta y emite una queja. Me ocurrió ayer leyendo un reportaje de un periódico, un medio de centro-derecha en política y abierto a todo en moral. La pieza se titulaba así: «Hoy a las tres de la tarde es la eutanasia de Luis: ‘Mi vida ya está cumplida’».

Recogía una conversación con una persona de 88 años, enfermo de cáncer de vejiga y vecino de un barrio caro del centro de Madrid, que ayer a las tres recibió una inyección letal de manos de una médico de cabecera, que por primera vez llevaba a cabo una eutanasia.

«A las tres de la tarde del día de hoy, el protagonista de este reportaje morirá. Así que este texto es una especie de cuenta atrás», comenzaba el reportaje. Lamento confesar que leerlo me provocó cierta náusea emocional, por el desolador desapego con que contaba la muerte de una persona, aunque fuese a petición propia, como si se tratase de un trámite funcionarial, de un servicio más del Estado.

El desagrado espontáneo que he sentido me refuerza en mi aversión a la eutanasia, una carrera fatal hacia la deshumanización, y no un «avance universal en derechos», como proclama la cursilería que hoy nos gobierna (la verdad es que solo el 2,5 % de la humanidad vive en países donde está permitida esta aberración).

La persona que murió ayer con una inyección de la sanidad pública —que llevaba un sedante, un barbitúrico que provoca parada cardio respiratoria y un curare paralizante— se llamaba Luis Acebal Monfort. De buena familia e importantes estudios, de joven había sido jesuita. Más tarde perdió la fe, se declaró ateo y vivió una vida feliz con su mujer, fallecida hace un par de años por un ictus, desgracia que le supuso un enorme mazazo.

Luis Acebal conservaba su lucidez y se entretenía viendo la televisión, leyendo y con visitas de amigos y sobrinos. Contaba con una cuidadora y podía comer y dormir. Pero sufría dolores, algún episodio paralizante y estaba harto de unos padecimientos sin horizonte de cura. Así que quería morirse. El 28 de noviembre acudió a una médico de cabecera del consultorio de su barrio. En solo mes y medio, su caso ya estaba resuelto, pues ayer mismo lo mató una doctora, que llamó a su interfono a las tres, según lo convenido en la cita.

No voy a juzgar a la persona que ha muerto, ¿Quién soy yo para ponerme en su lugar? Pero tengo derecho a opinar y argumentar que las leyes de eutanasia me parecen inhumanas, deprimentes y sin corazón. También creo —y está estudiado que es así— que quienes la solicitan son muchísimas veces víctimas de la soledad y de la carencia de un verdadero cariño y arropamiento.

El principal argumento del «derecho a morir dignamente» lo conocemos todos: los sufrimientos insoportables. Sin embargo, es rarísimo encontrar a un médico de cuidados paliativos partidario de la eutanasia. Resulta también significativo que sus defensores pasan siempre de puntillas sobre la alternativa de los paliativos, claves para aliviar la situación de los terminales (por supuesto, todos estamos en contra del ensañamiento terapéutico, también la Iglesia). El Estado «progresista» español se ha dado más prisa en ayudar a morir rápido que en ayudar a acercarse a la muerte en las mejores circunstancias posibles.

La evolución en los países veteranos en la eutanasia indica que muchas personas acaban solicitándola por soledad (17 %) o para liberar a los suyos de «una carga» (38 %). ¿Cómo sabemos que un paciente no ha sido manipulado e incitado a querer morir?

Una vez que se aprueba la eutanasia, los casos se disparan. Canadá empezó en 2017 y hoy el 25 % de las muertes llegan allí por asistencia médica (en algunos casos el médico da luz verde en una simple consulta por Zoom). En Holanda, el Estado mata ya a parejas sanas que no quieren vivir, con el argumento de que desean marcharse juntas (y a niños desde los doce años). Un Estado nunca debe ofrecer la muerte en su «cartera de servicios» y los médicos deben curar, no matar.

Pero la principal objeción se sustenta desde la cancha de la moral. «Ya están los rancios con el rollo religioso», objetará con ágil desprecio el izquierdismo. Pues sí, ¿y? ¿Acaso los argumentos religiosos no son respetables?

No se puede matar a nadie, ni aunque lo pida y desee, porque la vida es un don de Dios. No es potestad del hombre eliminarla. La verdadera compasión y bondad no se da en la salida rápida y «liberadora» de la inyección letal, sino en estar con el que sufre y darle todo el amor que se pueda, por duras que sean las circunstancias.

Los destinatarios de la «solución final» son precisamente los más vulnerables. Es decir: el mensaje subyacente de la eutanasia es que los enfermos graves, crónicos o terminales, los discapacitados, las personas con problemas mentales… son de menor valor, puesto que sus vidas son acreedoras del «derecho» a un acortamiento exprés por mano del Estado. La eutanasia representa la faz más cruda de lo que el Papa rechaza con acierto como «la subcultura del descarte».

Mitchell Tremblay es un canadiense cuarentón con picos de seria enfermedad mental, que llegó a pedir la eutanasia y luego la descartó: «Estaba coaccionado por la pobreza y por mi situación. Pero lo que realmente necesitaba era un apoyo. Eso me lleva a preguntarme cuánta gente que se ha ido porque estando como yo simplemente no recibió ayuda».

Vivimos ya en una distopía desalmada a lo Huxley, donde si llaman a las tres de la tarde a tu puerta puede ser el médico de cabecera, que llega puntual para matarte.

He visto muy cerca hace muy poco el inmenso cariño y delicadeza con el que unos hermanos cuidaron a su madre terminal. Pocas cosas me han parecido más hermosas y reconfortantes. Para quien se fue, para quienes se quedan y para el Jefe de arriba.