Fundado en 1910
Cosas que pasanAlfonso Ussía

El fingimiento

Todos los días, cuando leo las declaraciones de los altos cargos del socialismo en España me lo pregunto: ¿Es idiota o se lo hace para no dejar de ser ministro? Y siempre, porque soy persona encauzada hacia el optimismo, me respondo. —No es idiota. Finge—

Nos reuníamos un grupo de amigos, casi a diario, en «El Aguilucho», una cervecería- marisquería que ocupaba un chaflán entre las calles de Claudio Coello y Hermosilla, enfrentado al Teatro Beatriz. Han cambiado mucho los tiempos y las costumbres, pero en aquella época, los carabineros se consideraban los parientes pobres de las cigalas, los langostinos y las gambas, y se servían a buen precio. Se trataba de una peña divertida y sonriente, que se alegraba con la presencia en el local de los actores que trabajan en el Beatriz. Y las actrices, claro. Algunas de ellas invadieron nuestro corazón, y posteriormente nos liberaron de la invasión. Escribió don José María Pemán, que la expresión «te quiero con todo mi corazón» es de una incorrección palmaria. El corazón no es receptor de ninguna emoción concerniente al amor. Que son el colon y los intestinos los que se alteran y hormiguean cuando el enamoramiento surge. Que lo del corazón es un invento de los poetas, porque no queda bien decirle a una mujer «te quiero con todo mi colon», o «te amo con todo mi duodeno», o «si algún día te vas con otro me romperás el yeyuno». En resumen. Que lo pasábamos muy bien en «El Aguilucho», y de cuando en cuando, podíamos pedir carabineros al jefe de la barra, un hombretón conocido por «Luqui» con un vozarrón y unas manos que aterrorizaban a los clientes no habituados a su servicio. Y una tarde, nuestro amigo Gabriel, que era de los más graciosos, apareció seco como la mojama, sin ganas de hablar y con los ojos un tanto hinchados. Se había producido aquella mañana el sorteo de la Mili y le había correspondido cumplir con España en el Sáhara. Y se puso a cojear.

Cojeaba en casa y en la calle. Pasó la revista médica, le explicó al doctor la ubicación de sus dolores, y el médico no advirtió, tras hacerle unas pruebas, ninguna lesión objetiva. Pero Gabriel, de tanto fingir la cojera, se había convertido en un cojo de verdad, y finalmente, amparándose en el dolor subjetivo, fue declarado inútil total. En el grupo de amigos, nadie le felicitó. Buscar excusas para no hacer la Mili era de nenas, y eso de que «eres una nena» se lo decíamos en sentido objetivo, y no subjetivo. Gabriel abandonó la tertulia.

Pasaron diez años hasta que me lo encontré paseando por la calle de Velázquez. Cojeaba una barbaridad. Recordamos la vieja amistad y me interesé por su cojera. Renqueaba con estrépito y se apoyaba en una cachaba. —Si ya no tienes que ir al Sáhara, ¿porqué sigues cojeando?—, le pregunté. — Porque de tanto fingir, me quedé cojo de verdad. Tenía que haber hecho la Mili. Pero ya es tarde—. Hace tres años falleció con su cojera encima. Fingir es muy peligroso, porque el fingimiento puede convertirse en una realidad no deseada. El fingidor termina fingido y asume su fingimiento.

Ignoro quién es el autor de la reflexión, convertida en máxima inmortal, resumida en esta frase de actualidad: «Fingirse completamente idiota es la única forma de prosperar en el sanchismo». Su autor, genio anónimo, merece un homenaje con discursos en los postres y entrega de placa conmemorativa. Todos los días, cuando leo las declaraciones de los altos cargos del socialismo en España me lo pregunto: ¿Es idiota o se lo hace para no dejar de ser ministro? Y siempre, porque soy persona encauzada hacia el optimismo, me respondo. —No es idiota. Finge—. Pero unos días más tarde, el mismo ministro o la misma ministra vuelve a explayarse en unas declaraciones. Y cambio mi respuesta. «No finge. Es completamente idiota». Y ahora me pregunto de nuevo: ¿La idiotez le viene de cuna o del fingimiento? Para mí, que a la mayor parte de ellos les viene de cuna, que son lerdos desde que nacieron, pero los hay que han desarrollado con tanta holgura su capacidad de fingir, que su estupidez se ha convertido en crónica y ya no hay vuelta de hoja. Cuando una actitud humana atraviesa la línea del «sin retorno», la recuperación es imposible.

Con mi gran amigo José María Stampa conocí a un multimillonario mexicano que nos presentó, en el bar del Hotel Villamagna, a su mujer. Una mujer espectacular, cursi como una flor de granado, pero de una belleza extraordinaria. Y cincuenta años más joven que él. Pasado un año, le citó a Stampa en el mismo bar, y Stampa me pidió que le acompañara. Estaba sólo. No obstante, le preguntamos, vivamente interesados. —¿y Jennifer Rosa, tu mujer, cómo está?—; —Ignoro cómo está y dónde está. Emputeció—.

Pues eso sucede con los ministros. Que han emputecido en sus entendederas y por nacimiento o fingimiento, son perfectamente encuadrables en la orla de honor de los idiotas.